El ático

ABC 05/10/13
DAVID GISTAU

Jamás me gustó esa experimentación social de la nueva hornada popular en el País Vasco que pasaba por «salir de potes» con abertzales

No me gustan los partidos políticos, su paradigma sectario, su gregarismo, el modo en que alienan personas para amoldarlas a la consigna, la retórica pomposa con la que disfrazan ambiciones particulares. La militancia impone incluso un neolenguaje de laboratorio, comunal, que transforma a los seres humanos en contestadores automáticos. Con todo, a este disgusto siempre le admití una excepción, la que me obligó a admirar a quienes ingresaran en un partido constitucionalista en el País Vasco. La elección de sacrificar una existencia normal, de aceptar el miedo cotidiano e incluso la posibilidad del asesinato por unos valores que en cualquier otro lugar languidecen por rutinarios, ubicaban al militante en un plano distinto en el que se volvían reconocibles el coraje y el mérito.
Hace algunas semanas, coincidí con Borja Sémper en el programa de Carlos Alsina, al que había ido para presentar su libro. Sémper, que me pareció un hombre vocacional y sincero, a veces demasiado atento a que sus palabras no chocaran demasiado con la disciplina de partido, se emocionó de un modo imperceptible para el oyente cuando Alsina lo obligó a recordar que su toma de conciencia definitiva estuvo vinculada al asesinato de Gregorio Ordóñez, que había sido algo así como su figura tutelar. Me pareció un motivo trágico, pero limpio, moral, para llevar el carné de un partido en la cartera.
En la conversación, con todo el respeto obligado por el hecho de no haber conocido jamás los rigores de su exposición personal, sí le señalé una discrepancia. Jamás me gustó esa experimentación social de la nueva hornada popular en el País Vasco que pasaba por «salir de potes» con abertzales y de presumir, como hizo el alcalde Maroto, de tener una peluquera simpatizante de Batasuna. Había un anhelo de integración precipitado, un premio demasiado elevado para quien tan sólo había hecho el pequeño favor de perdonarnos la vida a todos, sin renunciar al prestigio del terror, sin renegar de un historial criminal cuyos mecanismos mentales exclusivos permanecían intactos, por más que no fluyeran ya al gatillo o al botón de la bomba. El propio Sémper se esforzaba por disociar Bildu y ETA con un entusiasmo más justificado por la esperanza que por la experiencia. Antaño, comparé esa fiesta de la normalización, que hacía pasar por aguafiestas radicales a los constitucionalistas más pendientes de quién les cortaba el pelo, con la crónica de Tom Wolfe en el ático de Leonard Bernstein donde la burguesía progresista de Manhattan invitó a canapés a los buenos salvajes de los Panteras Negras mientras éstos les explicaban que en cuanto pudieran los matarían a todos.
Borja Sémper ha protagonizado intervenciones muy meritorias en el Parlamento vasco, donde hace dos días pasó un mal rato, abandonado incluso por la cobardía, o la complicidad, de la presidencia. No es sólo que las camisetas azules de Herrira constituyan otro automatismo más de los muchos que refutan que Bildu y ETA sean disociables. Es que, además, el insulto de «¡Fascista!» revela que permanece inalterable el hábito del matonismo, de la cosificación del otro, aunque ya no trascienda lo civil. Para quien tanto, y con tanto desgaste personal, se ha esforzado por acreditar la normalidad de Bildu, ha de ser espantosamente frustrante comprobar que no existe reciprocidad, y que el odio y la querencia a ETA son los de siempre. Por episodios como éste, como por la persistencia de un relato atroz, ha de enterarse Sémper de a quién invitó, no ya a canapés, sino a potes, en el ático desde el cual oteaba el futuro.