El drama del judaísmo

La diáspora judía fue clave para el establecimiento de Israel, y sus ‘lobbies’ lo apoyan con dinero y una influencia política decisiva. Sin embargo, crece en esa diáspora una corriente de opinión contra la deriva militarista y ultrarreligiosa del actual sionismo israelí porque atenta contra la esencia de su tradición espiritual y cultural.

La importancia política del Estado de Israel no guarda proporción con su minúscula dimensión geográfica. El ‘factor judío’, por usar la expresión de Marx, ha ejercido una influencia y provocado unas reacciones de atracción y repulsa sin proporción con el peso cuantitativo de este pueblo. En el conflicto palestino-israelí se reproduce un viejo y enquistado contencioso histórico, pero se ventila también la suerte de una de las grandes tradiciones que están en el origen de nuestra cultura.

El judaísmo propiamente dicho nace en lo que Jaspers llamó «el tiempo eje» -siglos VI-V antes de nuestra era-, época en que aparecieron grandes doctrinas aún en plena vigencia (budismo, confucionismo, filosofía helénica). Los clanes hebreos asentados en Judea y hostigados secularmente, desde occidente, por los pueblos del mar (filisteos) y, desde oriente, por asirios y babilonios, sucumbieron a estos últimos y fueron conducidos al exilio a partir del año 587. Entre estos hebreos sin tierra y sin templo va a surgir el judaísmo. En Babilonia toman conciencia del monoteísmo, y la experiencia del exilio les lleva a cultivar su memoria colectiva, a recoger muy diversas tradiciones. De esta forma, en el exilio, como memoria fundacional de un pueblo, nace la Biblia, que se irá incrementando con el paso del tiempo. Con frecuencia las experiencias de exilio -y se puede ser exiliado en la propia tierra y en el propio grupo- maduran de forma extraordinaria la creatividad y la conciencia moral. Cuando el rey persa Ciro derrotó a los babilonios y permitió el regreso de los pueblos exiliados y la reconstrucción de sus templos (año 538), muchos judíos prefirieron quedarse en Babilonia. Si Dios es único se le puede adorar en todas partes. Tienen la Biblia, y la Palabra de Dios se puede escuchar también en cualquier lugar, y ya no les hace falta el templo de Jerusalén. Incluso los profetas, en el destierro, les habían anunciado el fin de la alianza escrita en piedra y su sustitución por otra grabada en los corazones. Nace el judaísmo, desde el principio con dos versiones: la ‘sionista’, apoyada por la gran potencia del momento, Persia, que regresa a Sión/Jerusalén, dirigida por sacerdotes, para establecer una teocracia conservadora y celosa de la pureza étnica; y la ‘diaspórica’, en expresión del profesor Olmo Lete, que permanece en Babilonia, porque el judaísmo se puede vivir en todas partes, y para la cual Jerusalén es una tierra simbólica de referencia, porque a lo que aspiran es, como les habían enseñado los profetas, «a una tierra nueva y a un cielo nuevo».

Este judaísmo diaspórico va a resultar mucho más dinámico y creativo. Babilonia se convirtió en el gran centro de creatividad intelectual, que se plasmó en el Talmud, la referencia del judaísmo hasta hoy. El judaísmo diaspórico se extendió por oriente y occidente, a él se incorporaron los judíos expulsados de Palestina tras las guerras con los romanos de los años 70 y 135, y, sobre todo, se produjo su mestizaje con el pensamiento helénico en todo el Mediterráneo, pero especialmente en Alejandría, donde vivían tantos judíos como en toda Palestina, y donde se tradujo la Biblia al griego. Durante diecinueve siglos el único judaísmo ha sido el diaspórico, capaz de vivir su identidad en lugares muy diversos y de cuyo seno han surgido el Cristianismo y el Islam. Por no hablar de la edad de oro de Sefarad y por referirme a épocas más recientes, este judaísmo diaspórico, no el neosionista israeliano de nuestros días, ha producido figuras señeras en los más diversos campos (Freud, Einstein, Kafka, Adorno, Marx, Benjamin, Levinas, Woody Allen, Groucho Marx�).

El sionismo, que surgió a finales del XIX, implicaba una novedad y una reinterpretación del judaísmo, y tenía una triple causa: la hostilidad de los países cristianos contra los judíos, el auge romántico de los nacionalismos en la época y la desestructuración caótica del Próximo Oriente bajo el imperio otomano. Pero estos sionistas modernos se diferencian de los que regresaron de Babilonia, porque su judaísmo es político y laico, y para muchos una secularización de la utopía profética. No es posible narrar ahora cómo se fue plasmando la emigración a Palestina, lo que supuso para esta causa el Holocausto nazi, la lucha por unas tierras que estaban ocupadas y la decisión final de la ONU en 1947 de establecer el Estado de Israel. Se dio la paradoja de que, en la época de las descolonizaciones impulsadas por la ONU, se promovía la fundación de un Estado que tenía mucho de empresa colonialista.

El sionismo introdujo un gran dilema en el seno del judaísmo, que se acentuó dramáticamente con la conquista de los territorios ocupados tras la guerra de 1967. ¿Cómo justificar las conquistas militares a la luz del derecho internacional? ¿Cómo se podían desoír todas las resoluciones de la ONU, cuando la misma existencia de Israel se debió a una de ellas? El sionismo laico no tenía argumentos y se ha ido imponiendo, cada vez más, una legitimación religiosa. Esta religiosidad puede ser explícita y ultraortodoxa, y de hecho los partidos de esta orientación tienen una influencia decisiva impensable en los momentos fundacionales del Estado; pero puede ser también un judaísmo cultural, posible en una religión étnica, en la que poco importa la fe personal. El judaísmo sionista ha puesto en crisis al judaísmo diaspórico, crisis que se ha ido agravando a medida que en el Estado de Israel se iba imponiendo, con el apoyo de un poder político, una ultraortodoxia judía (no se acepta a los judíos reformados, muy importantes en la diáspora, como verdaderos judíos) y con actuaciones políticas que no pueden dejar de ofender en lo más íntimo la conciencia moral de muchísimos judíos. Uno de ellos, eminente por cierto, G. Steiner, ha escrito: «Sería algo escandaloso (�) que los milenios de revelación, de llamamientos al sufrimiento, que la agonía de Abraham y de Isaac, del monte Moriah y de Auschwitz tuviesen como resultado final la creación de un Estado nación armado hasta los dientes, de una tierra para especuladores y mafiosos como todas las demás».

La diáspora judía fue clave para el establecimiento de Israel, y sus ‘lobbies’ lo apoyan con dinero y una influencia política decisiva. Sin embargo, cada vez es más fuerte el peso de una opinión pública norteamericana que considera que el apoyo incondicional a Israel debe acabar porque se vuelve contra sus propios intereses. Pero lo particularmente novedoso es que crece en el judaísmo de la diáspora una corriente de opinión contra la deriva militarista y ultrarreligiosa del actual sionismo israelí porque atenta contra la esencia de su tradición espiritual y cultural.

Rafael Aguirre, EL DIARIO VASCO, 25/6/2010