El federalismo remedial ha fracasado

EL CORREO 11/11/14
J. M. RUIZ SOROA

· Después de treinta y cinco años constatamos que en España el sistema federativo se ha utilizado para servir de pista de despegue a la desintegración

Si alguna lectura histórica cabe deducir del hito que significa el 9 de noviembre es la de que el experimento intentado en España desde 1978 para integrar a Cataluña en el Estado unido ha fracasado. Es un dato objetivo: en el principio fue el consenso, es decir, que en aquella fecha las fuerzas políticas catalanas absolutamente hegemónicas apoyaron y aplaudieron el cierre autonómico del contencioso territorial. Hoy, esas mismas fuerzas piden la independencia, apoyadas por una aparente mayoría de la sociedad catalana, es decir, dan por agotado sin integración el recorrido federal.

Hace mucho tiempo que nuestro mejor politólogo contemporáneo, Juan J. Linz, escribió sobre democracia, federalismo y plurinacionalidad, y estableció una divisoria tajante entre dos modelos de federalismo. El clásico u original que se corresponde con un Estado uninacional (el de Estados Unidos, Alemania o Suiza) en el que diversas unidades territoriales con un mismo sentimiento nacional se unen para integrarse en un Estado sin merma de sus particularidades propias (federalism to bring together). Y el sobrevenido como remedio o cura en aquellos Estados antes unitarios y centralizados sometidos a fuertes tensiones territoriales por mor de la existencia de fuerzas nacionalistas subestatales que disputan el título de única nación a la común del Estado (federalism to keep together). El caso de Bélgica o de España. Son federalismos multinacionales, normalmente nacidos por la insuficiencia del proceso de construcción nacional llevado a cabo en el Estado en cuestión en el siglo XIX, que no habría logrado aquello que Eugen Weber decía del Estado francés posterior a Sedan: «Transformar a los campesinos en franceses».

Los federalismos de este tipo plurinacional están sometidos a tensiones y problemas desconocidos en los uninacionales. En éstos, la cuestión es articular de manera eficaz pero respetuosa el deseo común de vivir ‘e pluribus unum’. En los plurinacionales, en cambio, la cuestión no es tanto articular como integrar. Conseguir que las subunidades territoriales acepten formar parte del Estado común.

Juan José Linz era muy cauto sobre las posibilidades de éxito a largo plazo de los federalismos plurinacionales: «Pueden –decía– llegar a servir para integrar a los nacionalismos periféricos, pero no necesariamente lo consiguen. El federalismo democrático puede contribuir a solucionar el conflicto y a prevenir la desintegración del Estado. Digo explícitamente que puede, pero no lo hace de forma necesaria ni siempre, impedir la secesión de las grandes comunidades nacionales». Más aún, «dudo mucho que sea una solución estable y duradera». Todo dependía para él de que las élites políticas concernidas desarrollaran una suficiente ‘lealtad federal’, es decir, una orientación cognitiva y sentimental positiva hacia la Constitución y el Estado común, orientación que luego socializaran en sus poblaciones.

Es más, la sinceridad y seriedad de Linz le llevaban a advertir de algo que es bastante obvio si se reflexiona un poco: «El federalismo democrático, a menos que las élites hagan un esfuerzo deliberado para usarlo como integrador, tiene tendencias inherentemente desintegradoras». ¿Por qué? Señalaba nuestro autor tres procesos que inevitablemente el federalismo propicia y que son desintegradores: 1) que el federalismo democrático inevitablemente acelerará el proceso de ‘construcción nacional’ del nacionalismo de la subunidad, buscando asimilar e integrar a todos los habitantes en una cultura homogénea. 2) Que también se acelerarían los procesos de diferenciación y segmentación de élites burocráticas y profesionales. 3) Que el nacionalismo de la subunidad podrá constituirse política y retóricamente de una manera hostil a la cultura política común, presentando al Estado como históricamente enfrentado a y opresor de la nacionalidad propia.

Como puede apreciarse, los peligros que señalaba Linz para el éxito duradero del Estado federal multinacional no derivaban del tipo de reparto de competencias, de la arquitectura constitucional o del grado de autogobierno que contuviera el sistema. Derivaban del comportamiento político de las élites de poder implicadas, que lo mismo podían usar del sistema federal para construir una cultura política de cooperación como una de antagonismo y agonía. Porque el federalismo, por mucho que nos guste ignorarlo, lo mismo sirve como camino de integración que como vía transitoria hacia la separación. Todo depende de las dinámicas políticas que genere, y éstas a su vez de la conveniencia de las élites políticas a cargo del control del sistema.

Bueno, pues eso: que después de treinta y cinco años constatamos que, efectivamente, en España el sistema federativo se ha utilizado para servir de pista de despegue a la desintegración. No es el momento de repartir culpas ni de señalar responsables, sino de levantar acta del hecho. El remedio ha fracasado. Quizá porque, como Julián Marías repetía agoreramente en el Senado en 1978, «no sirve de nada intentar contentar a los que no quieren contentarse». Y con el acta, señalar también en el haber del sistema federativo, que nos ha dado casi medio siglo de convivencia pacífica e ilusión. Que no es poco.

¿Es inevitable entonces la desintegración? Nada es inevitable en la historia y por tanto en política hasta que sucede. Pero lo que sí parece indiscutible es que ya no cabe un federalismo remedial, por muchos privilegios o mucha asimetría para Cataluña que se le añadan, si pretende ser solución estable. Cualquier solución integradora que se pretenda duradera pasa por aceptar el rasgo esencial del otro federalismo, el original, que es la voluntad libre e informada de la sociedad concernida a favor de la unión.