El terrorismo y la tiranía del silencio

JOSÉ IGNACIO CALLEJA / Profesor de Moral Social Cristiana, EL CORREO – 17/01/15

· El terrorismo se ha ensañado con la redacción de la revista francesa ‘Charlie Hebdo’. Al final, 17 muertos con los registrados en un supermercado judío. Esa violencia es terrorismo puro y duro, y cuando se ampara en una interpretación del islam es terrorismo político inspirado en el fundamentalismo religioso de sus autores. Si esa corriente religiosa es cierta en el Corán y mayoritaria entre los musulmanes, no estoy en condiciones de decirlo. Sus líderes religiosos y muchos analistas de mi confianza dicen que no, que ni lo uno ni lo otro es cierto. Me alegro. Pero que es una acción terrorista –cualquiera que sea la crítica u ofensa a Mahoma que la preceda–, sobre esto no hay duda. El que recurre al terror para acallar las ideas u opiniones ajenas es un terrorista.

Entre nosotros lo decimos así: las personas son incondicionalmente respetables, las ideas son absolutamente discutibles. Esta libertad de expresión, y al cabo la libertad de conciencia que la sustenta y la libertad cosmovisional que a ella subsigue, son un bien primordial de nuestra cultura y sociedad democrática, y nunca está de más decir por qué. No es por gusto u opción particular, sino porque en ello está en juego la persona y su dignidad de una manera extraordinaria. La libertad de expresión es hija de la libertad de conciencia, y ambas constituyen el núcleo ético más sagrado de la persona y la vida en sociedad. La propia vida, en su materialidad, la consideramos incomprensible sin libertad fundamental.

No es que no sepamos y comprendamos cuánto nos puede condicionar el miedo a la violencia ajena; lo que digo es que todos reconocemos que, en tales casos, hemos perdido nuestra dignidad humana a jirones. Luego la libertad de expresión, y todos los derechos humanos subsiguientes, se sustentan en la dignidad humana y la expresan sin ambages, y por eso atentar contra otras personas, por mor de una ideología política distinta, una religión cuestionada, unas palabras o unas viñetas ofensivas, es terrorismo siempre.

He leído por muchos sitios que cualquier pero en este planteamiento es obsceno moralmente. Y no estoy de acuerdo. En primer lugar, y hablando en general, la libertad de expresión es un derecho primordial pero no es absoluto. Una sociedad democrática puede regular sus límites. Con mucha dificultad, con la presunción de lo mínimo posible, pero puede y debe. No en vano es una libertad o derecho que concurre con otros derechos también primordiales, y que el bien común reclama ordenar en justicia.

Por tanto, con todas las condiciones y temores del mundo, la libertad de expresión tiene sus límites y los tribunales han de ser lo encargados de verificarlas en los casos de conflicto radical entre las ideas libres y los ofendidos. La presunción de que el derecho ha de intervenir lo menos posible, la comparto; pero que no ha de intervenir nunca, no lo comparto. Que la regulación ha de venir por la deontología profesional del periodismo, en este caso, lo comparto; que sólo por ella, no lo comparto. Puede y debe haber algún control jurídico de la libertad de expresión, porque lo requiere el bien común y porque la libertad de expresión no sólo se concreta en un procedimiento democrático –todo el mundo puede disfrutarla si respeta su forma no violenta–, sino que tiene una sustancia moral, es decir, obedece en su origen a la búsqueda de la verdad, la justicia y la vida buena. Como no sabemos fácilmente cuáles son éstas, y no lo sabemos para todos, y menos a la fuerza, o por encargo a algunos más sabios o santos entre nosotros, nada nos imponemos más allá de la ley común, pero algo nos imponemos dentro de esa ley común.

Se da por hecho que una sociedad es más democrática y moderna cuanto menos intervenga jurídicamente sobre la libertad de expresión, pero esto es una verdad a medias; puede que esa nula intervención genere más daños que provecho al bien común; puede que represente un nihilismo intelectual y moral tan extremo que perdamos el sentido de por qué es respetable siempre la libertad de expresión; puede que la libertad de expresión sea tan innecesariamente abstracta y primaria contra las convicciones ajenas que caiga en el mismo error que denuncia: ser irracional y ofrecerse como un dogma que se impone por evidencia. Y esto en una democracia es muy importante advertirlo: todas las ideas son libres de ser contadas, todas pueden ser ridiculizadas, pero todas tienen que apelar a algún valor humano irrenunciable en su fin.

Por eso negamos libertad a la exaltación del terrorismo, o del nazismo o del racismo, porque en ellas se renuncia a valores humanos irrenunciables en su fin. Y esto sin entrar, por razones de espacio, a por qué la libertad de expresión no admite para tantos la más mínima regulación –con todos sus peligros, que veo y comparto–, es decir, por qué es una libertad más absoluta que el derecho a contar con un trabajo del que vivir o unas condiciones de vida digna mínimas para los más vulnerables, en especial; por qué una democracia fracasa si se excede en la regulación de la libertad de expresión –y digo que fracasa–, pero no fracasa si no puede facilitar –no digo regalar– unas condiciones mínimas de vida digna a una parte de sus ciudadanos. Pienso que el terrorismo islámico nos empuja a la tiranía del silencio y pienso que nuestras democracias, sus intelectuales y opinadores, son más sensibles a esa tiranía que al silencio sobre otros derechos también fundamentales para la libertad y el bien común.

JOSÉ IGNACIO CALLEJA / Profesor de Moral Social Cristiana, EL CORREO – 17/01/15