El traje de astronauta

ABC 07/08/14
IGNACIO CAMACHO

· Al cura Pajares había que traerlo por dignidad. Por la suya y por la nuestra, aunque la suya estaba más que a salvo

Atomar por saco el miedo. A ese cura, Miguel Pajares, había que traerlo por dignidad. Por la suya y por la nuestra, aunque la suya estaba más que a salvo: la de un hombre que elige morir salvando a otros es la más noble de todas las dignidades. Pero nosotros, o sea, el Estado, la nación, la patria, lo que se llame la cosa que nos represente a los españoles, no podíamos dejarlo allí tirado. Sin hacer nada por su vida o acaso por su muerte. No cabe el abandono de quien quiso compartir con su entrega la suerte de los más desgraciados. Si existe una posibilidad de salvarlo, a él y a las monjas que con él están, hay que agotarla. Luego ya se verá; más vale no pensar en lo que puede ocurrir si hay más casos.

Por eso resulta indecente la medrosa alarma social ante ese rescate. Una operación controlada bajo protocolos de aislamiento tan estrictos que los que han ido a buscarlo tendrán que vestirse de astronautas, como en aquella película de Dustin Hoffman. El riesgo epidémico es ínfimo; mucho más peligro existe ahora mismo de que el dichoso ébola entre por cualquier paso migratorio o en la piel bronceada de algún desavisado turista de regreso de África. Empero, por más que pueda haber en la operación un margen de contingencia, es obligatorio recorrerlo. Porque el padre Pajares, aunque no blasone de ello, es uno de esos hombres de los que todavía vale la pena sentirse conciudadano. Un héroe o un santo.

Es difícil imaginar otra forma de amor más sublime que la de morir ayudando. Esa es la que eligieron estos misioneros (y misioneras, que diría Pedro el Guapo); hay quien lo hace por solidaridad, por filantropía, por humanitarismo, y quien escoge su destino por fe, por amor a Dios, por vocación de con-padecimiento cristiano. Ninguna de las opciones vale más que la otra, pero ambas son más valientes y más generosas que las de la mayoría de nosotros, que nos quedamos aquí tumbados al sol o disfrutando el fresco confortable de las noches de agosto. Personas como Pajares nos hacen mejores porque con su coraje dignifican la condición humana. Y no tenemos derecho a torcer la nariz ni el ceño porque exista una mínima, casi insignificante amenaza de contagio. Él no lo pensó –y lo sabía, vaya si lo sabía– cuando a cuerpo limpio, sin traje de astronauta, luchaba por la vida de los liberianos.

Son cosas como esta las que miden la temperatura moral de un pueblo. Se puede hacer demagogia sobre el gasto del avión medicalizado, o sobre la gente que muere en España, que la hay, por falta de medios sanitarios. Pero hay situaciones de carga simbólica ante las que un país se tiene que retratar eligiendo si salir en la foto como es o como le gustaría ser. La opción correcta era traerlo, a ser posible con sus compañeras monjas. Por decencia. Por integridad. Por decoro civil. Y luego, si hace falta, que deroguen el Concordato.