Estrategia dudosa

EL CORREO 10/08/14
J. M. RUIZ SOROA

· El nacionalismo debe hacer frente desde el comienzo a la alternativa cruda entre secesión o permanencia

Como saben los lectores, figuro entre quienes defienden la posibilidad constitucional y la conveniencia democrática de llevar a cabo un referéndum consultivo en Cataluña para, después de la adecuada campaña informativa y con las garantías de una pregunta clara, conocer la voluntad efectiva de los catalanes sobre su permanencia o secesión. Y obrar en consecuencia después.

Sin embargo, no es mi intención ahora insistir en esta preferencia mía, sino compararla con la estrategia que muchos más, singularmente el PSOE, consideran preferible. Una estrategia consistente en negociar y conceder a Cataluña (y País Vasco) un estatus excepcional dentro de un sistema conjunto de tipo federal, para lo cual se defiende una reforma constitucional completa y por los trámites marcados en la propia Constitución. No creo que ningún socialista se atrevería a negar que, en el fondo, y por mucho que la música de la reforma sea la del federalismo, la integración de Cataluña y Euskadi en ese federalismo se conseguiría gracias a ‘excepciones’, ‘asimetrías’ o ‘estatus diferentes’ que sólo estas dos Comunidades obtendrían. Aunque se hable de ello en voz baja y con crípticas alusiones al reconocimiento de que Cataluña es una ‘nación’, o que posee ‘derechos históricos’, o que sus competencias deberían ‘blindarse’, o que su esfuerzo financiero solidario debe tasarse, … de lo que en todo caso se trata es de encontrar un estatus de excepcionalidad suficiente como para que Cataluña se declare cómoda en la piel de toro.

Pues bien, creo que no se ha reflexionado a fondo sobre los peligros de una tal estrategia. En concreto, no se ha tenido en cuenta que al final de esa reforma constitucional se sitúa en todo caso un referéndum, en el que la totalidad de los ciudadanos españoles deberían aprobar o rechazar la reforma que se hubiera pactado en las negociaciones previas y que se hubiera aprobado por las Cortes, como exige el art. 168-3º de la Constitución.

Formalmente, es obvio, sería un referéndum nacional en el que sería la mayoría de votos en toda España la que determinaría su aprobación o rechazo. No sería un referéndum por autonomías, en el que el proyecto de reforma se sometería separadamente al censo de cada una, puesto que para hacerlo así habría que rescindir previamente la unidad constitucional, y tal cosa es impensable.

A primera vista, esta condición nacional de la consulta tranquiliza a los defensores de esta estrategia: serán todos los españoles juntos, no separados por autonomías, los que acepten y revaliden la reforma. Lo cual se conseguirá con relativa facilidad si PP y PSOE están de acuerdo.

Sin embargo, esta visión es tan formalista y abstracta que muestra su irrealidad a poco que se analice. ¿Por qué? Porque nadie en su sano juicio duda de que si esa Constitución reformada fuese rechazada en el referéndum por una mayoría de catalanes (o de vascos), bien mediante voto expreso negativo bien mediante abstención mayoritaria, estaríamos ante un fracaso completo del experimento. En contra de esta opinión podría señalarse que ya en 1978 la Constitución no fue aprobada expresamente por la mayoría del censo vasco y, sin embargo, se instaló y desarrolló sin graves problemas. Pero, ¿es que ahora en 2016 sería lo mismo? Es bastante patente que no, que precisamente porque la reforma se haría como último remedio para integrarles, esa reforma precisaría indefectiblemente del apoyo mayoritario de catalanes y vascos para tener alguna posibilidad de conseguirlo. Un voto mayoritario negativo a la reforma constitucional en esos territorios sería tanto como un voto por la independencia que el sistema político español no podría ignorar en términos democráticos.

Primera conclusión entonces: la estrategia reformista lleva indefectiblemente, al final, a una votación ciudadana en la que la reforma precisaría de la mayoría de votos catalanes o vascos para sobrevivir. Para huir del referéndum inicial estamos yendo a un referéndum aplazado pero aún más decisivo. No conviene engañarse sobre ello.

Segunda conclusión, la de que lo anterior otorga al nacionalismo catalán o vasco una capacidad práctica fortísima de veto en las negociaciones del contenido de la reforma constitucional. Si no se accede a los niveles de excepcionalidad constitucional que exijan, podrán acogerse a su capacidad para provocar un voto negativo en el referéndum y deslegitimar de raíz la reforma. Fríamente considerado, el nacionalismo estará en mejor posición en un juego reformista sometido a su veto final que en un juego que se inicie con una consulta ‘a pelo’.

Sobre todo, porque no hay manera de garantizar que las cesiones que se hagan al nacionalismo en esa reforma –y con seguridad tendrán que ser notables para suscitar su aquiescencia– no obtengan sino un tibio apoyo suyo en el momento del referéndum, un apoyo insuficiente para la victoria. Al nacionalismo se le pondrá, en esa tesitura, en la posición ideal: lo que se haya conseguido como estatus excepcional en la reforma, conseguido está y no hay vuelta atrás; luego no hay riesgo alguno en fomentar el no a la reforma. Gana en todo caso, con el sí y con el no.

Si formulásemos esta estrategia en los términos de la teoría de los juegos constataríamos de inmediato que es la óptima para uno de los jugadores y la peor para el otro: concede a uno de los jugadores el éxito en todas las opciones, es decir, el máximo de sus objetivos compatibles con un pacto con el otro jugador, pero sin renunciar a la opción del ‘no pacto’.

En la ‘estrategia de la claridad’ que algunos defendemos, el nacionalismo debe hacer frente desde el comienzo del juego (y por tanto sin concesión previa alguna) a la alternativa cruda entre secesión y permanencia. Sólo si opta por la permanencia podrá discutir y negociar un estatus excepcional para su territorio, pero no podrá usar ya del chantaje de «si no hay excepción bastante me voy». Es el planteamiento británico actual: primero decidan señores escoceses si se quedan o se van; si se quedan, negociaremos un nuevo estatus.

En cambio, en la ‘estrategia de la reforma constitucional’ el jugador nacionalista podrá explotar al máximo la inseguridad que ya ha demostrado el otro jugador ante el referéndum para obtener el estatus óptimo para sus intereses y, además, conservar intacta la posibilidad final de salida.

Piénsenlo: ¿se embarcarían en esa estrategia?