Ha muerto el mimo

A veces pienso si a nuestros líderes les preocupa la participación de los ciudadanos en la política, o la propia legalidad, cuando nos piden que desobedezcamos al Estado. Empiezo a entender la comprensión de algunos con los violentos; al fin y al cabo, son éstos los primeros en desobedecer rotundamente al Estado. Deberíamos admirar a los mimos, por su sinceridad.

Fue por los ochenta cuando una frase de Marcel Marceau, sorprendiéndose de la belleza de nuestro entonces desastrado teatro Arriaga, nos hizo caer en la cuenta de que teníamos algo bello en aquel triste y gris Bilbao sumido en la traumática reconversión industrial, y que debíamos desperezarnos de nuestro fatalismo para que nuestra joya recién redescubierta no desapareciera. No insistió mucho aquel artista mudo del silencio, pero la exclamación de «qué bello es este teatro», cuando lo suyo hubiera sido decirlo por señas, nos obligó al compromiso. Tras las inundaciones de 1983, el Ayuntamiento recuperó la gestión del edificio y hoy tenemos este más que presentable teatro de nuestra Villa. Pudo más una sincera y dulce exclamación que dos mil ceños fruncidos, y esa es una de las deudas que le debemos a Marceau todavía después de su desaparición.

El lehendakari no sabe ir por la vida sin el ceño fruncido; la cara se le ha quedado así para siempre. A mucha gente de fuera de aquí y que ya no nos entiende -a los españoles hoy se suman los franceses- les parece que todos los vascos vamos con el ceño fruncido y con tono de voz hosco, quejándonos de que no nos dejan decidir nuestro futuro. Así se va a inaugurar el nuevo curso político. Lejos de la dulzura del recién fallecido genio del mimo, uno lo hace avisando sobre autodeterminaciones para pronto, el otro le pone fecha a la consulta en 2008 y la tercera en liza -quién da más, doña Begoña- pide para hoy la desobediencia al Estado, lo que indigna a nuestro delegado del Gobierno, señor Luesma. A lo que estamos asistiendo es al cuento de la buena pipa, que se repite y se repite, dura y dura, y no sirve para nada, cosa de la que no se han enterado. Porque las cosas dichas una sola vez y con dulzura son las que valen.

Creo que ha muerto la época de la tranquilidad, hace tiempo que pasó. Nuestros líderes piensan que son las emociones fuertes, los discursos con soluciones traumáticas, lo que nos mueve a ir a votar, cuando a lo que nos lleva es a una cierta desesperanza previa al absentismo. Claro que esto no les preocupa, siempre y cuando no sean los suyos los que se abstengan. A veces pienso si a estas alturas de la película les preocupa en algo la participación en la política de los ciudadanos y si les preocupa en algo la misma legalidad cuando nos piden que desobedezcamos al Estado. Por ahí empiezo a entender la comprensión que algunos tienen con los violentos; al fin y al cabo, son éstos los primeros en desobedecer clara y rotundamente al Estado.

Deberíamos empezar a admirar a los mimos. Una vez, estando con un amigo tranquilamente en una plaza de Madrid, donde los rostros no son tan hoscos y uno puede darse el gusto de sentarse en una terraza de café, asistimos a la representación de un pésimo mimo. Viendo que no suscitaba ninguna admiración entre el público, forzó el formato de su pantomima ejecutando algún ejercicio malabar, malo también de solemnidad. Ninguno de los presentes quiso echarle una moneda en la gorra, pero cuando se marchaba hizo lo único verdadero y espontáneo de su exhibición: junto a un gruñido con el que que mentó a las madres de su paciente auditorio, realizó un enérgico corte de mangas, y esto, por su espontaneidad y buena ejecución, levantó más de un aplauso. Quizás si hubiera tenido la osadía de volver a pasar la boina alguien le habría recompensado aquel ejercicio que sólo mostraba, con toda la sinceridad de que era capaz, su frustración.

A nuestros políticos habría que pedirles también más sinceridad al plantear qué es lo que de verdad pretenden con el puñetero derecho a decidir. Y también, que fueran más coherentes cuando plantean lo de la desobediencia civil. Porque si se admite la legitimidad de ésta vía, ¿porqué utilizarla sólo «contra el Estado»? Mucho me temo, sin embargo, que el mismo partido que nos anima ahora sería el que nos embargaría la cuenta de la caja de ahorros si no pagásemos los impuestos municipales en un ayuntamiento gestionado por los suyos. Así que, más seriedad, más sinceridad y, sobre todo, más dulzura. Aunque sólo sea en recuerdo de Marcel Marceau.

Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 26/9/2007