Juegos trabucaires

EL CORREO 07/09/14
MANUEL MONTERO

· Asombra la frivolidad con la que se admite la violencia o la amenaza. No hay reacciones categóricas de las autoridades, sin distingos ideológicos

La violencia produce fascinación, sobre todo cuando el idiota que la practica se enmascara en la masa y adopta un aire justiciero de evocación popular. Como estamos en caída libre, la brutalidad encuentra autoridades que le ríen las gracias. Y tiene respaldos sociales, pues siempre hay majaderos convencidos de la virtud de atropellar en nombre del grupo.

Así ha alcanzado el estrellato un grupo de trabucaires –trabucaire: «antiguo faccioso catalán armado de trabuco», hoy convertido en folklore–. No dicen las noticias si en la vida cotidiana van de buenas personas, pero podría ser, pues parecen de alta integración social. En la foto, disfrazados de trabucaires, se les ve contentos, como gozando. Se fueron a fusilar la casa de un concejal del PP. Como simulacro, disculpan las crónicas: menos mal. Pero se les nota que fusilaban con gusto, aunque fuese de fogueo.

Una broma como otra cualquiera; una forma de crítica política: lo sostienen los admiradores de simuladores de fusiladores. ¿Ignoran estos descerebrados que esta metáfora de la violencia es también violencia, que fusilar en sentido figurado implica amenaza? Lo ignoran las decenas de internautas que se indignaron con las críticas. Una vez más la caverna mediática, España no nos entiende, decían. Defienden el derecho trabucaire a fusilar (en régimen de simulacro) al enemigo del PP. Es divertido y así se enterará de lo que hay. Abusones que se creen en posesión de la verdad, atropellan como en defensa propia.

Preocupa la reacción de la Generalitat, cuya percepción de la normalidad hace tiempo que dejó de ser normal. La consejera de Bienestar y Familia les sacaba la cara, diciendo que esta polémica era «absolutamente desmedida». Al margen de que cuesta establecer la relación entre el bienestar familiar y que le fusilen a uno (en grado de simulacro), provoca perplejidad su justificación, según la cual los trabucaires forman parte de la normalidad de las fiestas mayores catalanes. Así será, pero no está en cuestión la costumbre festiva, sino su uso para amedrentar al diferente, casualmente el minoritario.

Asombra la frivolidad con la que se admite la violencia o la amenaza. No hay reacciones categóricas de las autoridades, como sería su obligación, sin distingos ideológicos. Primero miran quién amenaza y para qué, después reaccionan según de dónde viene (y adónde va).

En estas condiciones, la violencia y las actitudes que la propician campan a sus anchas de forma creciente. Cada año, en decenas de partidos de fútbol hay exhibiciones racistas, por lo común ante la pasividad de las autoridades políticas y deportivas, como si formara parte de alguna normalidad. A veces le quitan hierro al asunto, como si el insulto racista fuese un juego, una gracia como otra cualquiera. Este racismo acaba haciendo estragos. Cuando hace unos meses sancionaron a un hincha del Villarreal por insultos de este tipo, un acontecimiento excepcional –lo exigió la presión mediática–, hubo un movilización social: 800 hinchas se manifestaron a favor del racista, indignados a cuenta del «maltrato mediático» que había recibido. El mundo al revés, mientras se deteriora la moral pública.

No son hechos anecdóticos, sino muestras de la barbarización social que nos aqueja. Ahí están los llamados ‘escraches’, que son simplemente acosos, y reciben reacciones complacientes, olvidando que incluso las causas más nobles pueden generar conductas que no lo son. Las coacciones resultan inadmisibles. ¿En nombre de qué un grupo puede considerarse legitimado para hostigar a nadie? ¿Y si estas persecuciones llegaran a práctica normalizada? Cualquier secta podría verse con la verdad suprema y coaccionar a políticos de un signo o de otro. O a cualquiera al que designe como responsable: sea político, gestor, escritor, profesor… Ya pasó en el País Vasco, y no hace mucho.

Tales acosos no encuentran la oposición en bloque de los partidos democráticos, indulgentes si el escracheado no es de los suyos. Peor aún: las sentencias judiciales, escapistas, los ven como ejercicio de «la crítica de carácter público». Hay barra libre. Lo dicho: la violencia y las coerciones fascinan.

Lo ha demostrado a comienzos de verano la sentencia que acepta el uso de la fuerza, la intimidación y el cerco antisistema al Parlamento de Cataluña, de cuyo cariz violento no quedó duda, pues las imágenes fueron explícitas, al margen de que el propio sitio era violencia. Asombran los peregrinos argumentos judiciales. La «concentración» antidemocrática fue libertad de expresión y de manifestación, dicen; y cabe admitir «cierto exceso» para su ejercicio, porque los cauces de expresión están «controlados por medios de comunicación privados». Está entre las grandes melonadas de nuestros anales judiciales. ¿Creen que los medios de comunicación públicos son los canales de la libertad de expresión? Esta gente vive en otro mundo.

En tiempos se suponía que con los años la ‘joven democracia’ iría madurando No ha sucedido así. Vivimos una regresión. La violencia y la intimidación forman parte de la cotidianidad en un grado desconocido desde la Transición (excepto en el País Vasco). No provocan rechazos contundentes de nuestras autoridades, que miran si el violento es de los suyos. Y para los jueces un buen acoso es crítica y la agresión a parlamentarios un exceso lícito de la libertad de expresión.

De modo que, al final, los fusileros catalanes simbolizan nuestra evolución hacia democracia trabucaire, como cuando se despierta Gregor Samsa y se ha metamorfoseado en insecto gigante.