La democracia emocional

EL CORREO 12/09/13
J. M. RUIZ SOROA

Como cualquier otro producto, hoy las emociones se consumen, es decir, se urge su presencia, se disfrutan rápido y se substituyen pronto

Aquel aristócrata inteligente y sensible que fue Alexis de Tocqueville lo advirtió hace ya casi dos siglos cuando visitó los Estados Unidos de América: la fuerza del sentimiento igualitario entre los americanos les llevaba feliz e inevitablemente a la democracia política. Pero esa misma pasión por la igualdad inducía en los individuos un sentimiento de rechazo a las diferencias jerárquicas entre opiniones y gustos individuales, de manera que el ciudadano democrático era conducido insensiblemente a creer que su opinión, su gusto, su conocimiento, valían exactamente lo mismo que el de los demás. Que en materia de opinión no existían jerarquías entre mejores y peores, porque a todas las ideas les amparaba el mismo derecho igual a existir. Sólo la cantidad contaba.
Esta que era todavía en 1.840 una predicción de Tocqueville (que por cierto aterraba a su amigo Stuart Mill) se ha visto plenamente corroborada en las sociedades occidentales modernas inspiradas en la igualdad democrática. Más aún en sociedades como la española, en la que una sociedad tradicionalmente desdeñosa con el individualismo, y muy pobre en valores no teñidos de gregarismo, ha llegado muy tardíamente a la democracia política. Ambos factores (el tradicional y el moderno) se han conjugado para hacer triunfar un régimen de opinión pública que, efectivamente, asume como verdades no necesitadas de demostración esas de que «todas las ideas valen lo mismo», «cada uno tiene derecho a su opinión», «una vida vale tanto como otra», «eso será su opinión, pero no la mía», o «no pretenderá usted quitarme mis ideas». Lo que Aurelio Arteta ha desmenuzado como los tristes tontos tópicos de una sociedad que ha tomado de la democracia sólo lo más fácil («nadie es más que nadie») y además lo ha tomado en bruto y al pie de la letra. Que ha confundido entre el igual derecho que tenemos todos a dirigir nuestras vidas con la resultante de que lo que hacemos con ellas tiene el mismo valor sea ello lo que sea. Que mi derecho a opinar incluye el derecho a que mi opinión tenga valor, tanto valor como cualquiera otra. Y que en cuestión de gustos no hay nada escrito, es decir, no hay autoridad.
Hay un aspecto de este igualitarismo social que, sin embargo, parece todavía escapar al comentario crítico. Y es el de las emociones. Aquí sí que parece, a primera vista, que debería reinar el más absoluto respeto y trato igualitario para con ellas. Todas las emociones que nacen de los sentimientos humanos serían igual de respetables e igual de valiosas, precisamente por su conexión íntima con el alma humana. ¿Podría alguien afirmar que no es así, que hay emociones y sentimientos que no vale la pena tener porque son banales, triviales y huecas? ¿Existiría algo así como la ‘basura emocional’ igual que existe la ‘basura intelectual’? El asunto se las trae, porque quien ose calificar como «no valiosas» las emociones más populares y difundidas será probablemente acusado de intelectual de salón, alguien que, como Flaubert o Platón, se dedica al deporte elitista de vapulear los gustos populares.
Y, sin embargo, es cierto que igual que sucede en materia de opiniones también en el ámbito emocional hay sentimientos concretos que no merece la pena tener. Lo difícil es establecer los criterios que permiten calificar a muchas emociones como banales, triviales o huecas. Barrington Moore proponía como criterio de discriminación el de examinar si responden o no a dilemas humanos recurrentes como pueda ser el amor no correspondido, el impacto de la muerte o el conflicto entre obligaciones muy sentidas. Las emociones que suscitan estas situaciones tienen hondura y se corresponden con patrones éticos y estéticos reconocibles por cualquiera, incluso en culturas diversas de la del observador. Por el contrario, el emocionalismo dominante apela a un sentimentalismo centrado en el propio individuo, como si las propias alegrías o decepciones fueran lo único que de verdad contara en el mundo. Trata más con estados de ánimo que con sentimientos.
Por otro lado, las emociones basura son fácilmente accesibles, no exigen tensión ni esfuerzo alguno, son efímeras y continuamente reemplazables por nuevos estímulos. Reproducen sin cesar temas y escenarios habituales; procuran sentimientos de compañía y pertenencia mediante rituales colectivos extraordinariamente fútiles. La función social de la emoción es hoy la de entretener y por eso los medios explotan con fruición esa veta: pongan en portada muchas emociones, muy fuertes y muy frecuentes. Como cualquier otro producto, hoy las emociones se consumen, es decir, se urge su presencia, se disfrutan rápido y se substituyen pronto en el inagotable supermercado de los sentimientos prêt a porter. Ciertamente que las emociones se aprenden, y que se aprenden socialmente a través de los relatos e historias del mundo que encuentra el adolescente. Esto es obvio y hace que niños y adolescentes reproduzcan patrones emocionales manidos. Emocionarse con el equipo del pueblo y con sus avatares es un paso obligado de tránsito, al tiempo que una distracción legítima. Pero lo característico de nuestras sociedades es que esa etapa adolescente de aprendizaje de las emociones no parece superarse nunca mediante otra adulta de profundización y discriminación de emociones, sino que se mantiene perpetuamente igual a sí misma: vivimos en sociedades emocionalmente adolescentes, que son las únicas que parecen garantizar ese extraviado ideal que podría llamarse ‘la democracia emocional’: el de que todas las emociones valen lo mismo, porque son mis emociones y porque ninguna de otro cuenta más. Y, además, la mejor razón para sostener una opinión es el grado de emoción que suscita en el ciudadano común. De ahí que los políticos actuales tiendan a convertirse en profesionales del histrionismo emocional.
Y el que sugiera que vivimos en una sociedad de ‘emociones basura’ es un elitista o un clérigo puritano. En cualquier caso, no es demócrata.