La revuelta de los catalanes

 

No es que Montilla y los suyos se encuentren en la estratosfera, como dice Guerra; están como los personajes de Juan Marsé «encerrados con un solo juguete». Y esto es pésimo para el conjunto de los españoles, para ellos mismos y para la democracia.

En su estudio clásico sobre la insurrección catalana de 1640, John H. Elliott destaca entre sus causas que la política del Conde-Duque no respetó la tradición de que las elites del Principado mantuviesen el ejercicio sosegado de su predominio, en tanto que más tarde la división interna de esas mismas elites hizo posible la restauración del poder monárquico.

La dinámica de una eventual revuelta de los catalanes en un futuro inmediato, tal y como la esboza el presidente Montilla de consumarse una declaración amplia de inconstitucionalidad por el TC contra el Estatut, respondería a un proceso de naturaleza bien distinta. Han sido las tensiones internas entre los grupos políticos catalanes en su lucha por el poder las que dieron lugar desde 2003 a una estrategia de la puja en las propuestas y a una confrontación cada vez más intensa en el plano simbólico con el Estado central, susceptible de desembocar en una fractura. Después de un año largo de refrendar esa deriva, el desapego de Catalunya, y consciente de que el empeño político unitario de los partidos implicados en la consigna implícita de «L’Estatut o la mort!» no alcanza análoga intensidad en el interior de la opinión pública catalana, que ya aprobó la ley en referéndum a duras penas, el presidente Montilla da entonces el paso decisivo: el intento de movilización de todas las organizaciones significativas de la sociedad civil. Formemos el frente catalán unitario que pronuncie las consecuencias a extraer de que en Madrid no sea atendido el nuevo Ascolta Espanya!

Suele decirse que la tragedia reaparece en la historia como caricatura, pero también en ocasiones la caricatura anticipa la tragedia. Recuerdo una discusión sostenida hace 10 años en Ohio con Rubert de Ventós, donde el filósofo socialista expuso la necesidad de la independencia evocando una serie de rasgos y voluntades de Catalunya, en oposición radical a España. Aprovechando que él mismo había comenzado, a costa de Lenin, rechazando la idea de que un hombre pretendiera sustituirse a un pueblo, le pregunté por qué medios Catalunya se le manifestaba, cuando el independentismo era muy minoritario y la doble identidad catalano-española prevalecía siempre en las encuestas. Desde que la caja de Pandora del nuevo Estatuto ha sido abierta, el recurso a esa sustitución ha crecido exponencialmente. Cualquier observador que ahora descubriera el tema, pensaría que allí no existen opiniones plurales ni distanciamientos del radicalismo, y que Cataluña es como Eslovenia a la hora de situarse frente al Estado cuya incomprensión, según leemos en «La dignidad de Cataluña», produce entre los catalanes «un creciente hartazgo». «España se resentirá de un recorte», advierte Montilla, convertido en paladín de la identidad política unitaria. El que avisa, no es traidor. ¿O sí?

El riesgo político de semejante actitud resulta innegable, pero casi es más preocupante el sesgo totalista, de imposición desde una parte de la sociedad de un comportamiento y de un discurso unitarios, suprimiendo todo pluralismo. Desde que un partido catalanista pero no-nacionalista, el PSC, cruzara el Rubicón y alineándose con la visión uniforme de Catalunya, desaparecen las posibilidades de un intercambio de ideas y de un debate de proyectos con los sectores catalanes no nacionalistas, y por supuesto con cualquier español que no acepte de entrada en su totalidad lo que «Catalunya» quiere y exige. No existen matices, ni diferenciación de temas. Puedes defender, como es mi caso, que Catalunya es una nación, y que esto legitima demandas de asimetría en la configuración del Estado. Pero si estás en desacuerdo con el principio de bilateralidad, o los posibles privilegios de la financiación, queda cortado el puente aéreo (véase Unzueta). No es que Montilla y los suyos se encuentren en la estratosfera, como dice Guerra; están como los personajes de Juan Marsé «encerrados con un solo juguete». Y esto es pésimo para el conjunto de los españoles, para ellos mismos y para la democracia.

Cualquiera que sea el desenlace, la erosión del orden constitucional resulta ya irreversible. El principio de bilateralidad, asumido como natural por los políticos catalanes, ha mostrado ya el talón de Aquiles propio de las relaciones confederales: por encima de las disposiciones de la ley fundamental, la instancia que se considera perjudicada por una decisión de un órgano del Estado, primero la juzga una previsible agresión, luego pura y simplemente la rechaza. La Constitución vale sólo si es respetado íntegramente el Estatut; de otro modo, aquí se ha escrito, se comete «un fraude a los electores». La democracia deja de ser un procedimiento; es un resultado.

Antonio Elorza, EL PAÍS, 16/1/2010