La soledad de los muertos

El discurso de la reconciliación tiene una función muy concreta en el debate político actual: derribar el obstáculo que supone la memoria de la significación política de los asesinados en el futuro de la sociedad vasca. Los muertos y su memoria, las víctimas, son un estorbo, y la forma de eliminarlo sin que se note es pedirles la reconciliación a las víctimas.

A causa de la verdad que manifestó aquella empresaria vasca con su pregunta de por qué ser vasco era tan asfixiante, la posibilidad y la necesidad de hablar de los valores que la cultura occidental tiene que defender ante los ataques que sufre, como se ve con claridad en el debate provocado por las viñetas describiendo a Mahoma, tienen que quedar relegadas, al igual que la asociación provocada por el hundimiento del ferry en el mar Rojo con la novela Lord Jim de Joseph Conrad, o la oportunidad de escribir sobre el aniversario de Heinrich Heine o del menos conocido Dietrich Bonhoeffer, ajusticiado por los nazis poco antes de su definitiva derrota: la asfixiante realidad vasca urge de nuevo.

Todavía no ha llegado. No sólo la desaparición de ETA. No sólo la derrota politica definitiva de ETA. Todavía sigue existiendo y amenazando -no otra cosa es el terror: utilizar la violencia en un acto discriminado e incluso sin consecuencias mortales para seguir atenazando a parte de la ciudadanía con el miedo a ser objeto de atentado; algo que se olvida cuando se dice que los últimos atentados de ETA no causan daños personales: !vaya si los causan!, que se pregunte, si no, a muchos empresarios-. Y casi nadie, por no decir nadie, tiene la seguridad de que haya interiorizado la necesidad de su propia desaparición. No tenemos, pues, paz todavía, porque ETA no ha desaparecido derrotada policial, judicial y políticamente.

Tampoco ha llegado la palabra que se dice que todos esperamos escuchar de Batasuna: que condenan la violencia, o en su defecto -tremenda e injustificada concesión- que exija a ETA que deje de usar la violencia terrorista y ésta haga caso. No, en lugar de ello escuchamos cosas como que vamos ganando, el Estado ha entrado en crisis, el Estado, los jueces, la policía, la ley, los demás partidos políticos son los que ponen obstáculos a la paz que proponemos. Pero seguimos como seducidos mirando la boca de su portavoz para escuchar por fin la buena nueva que nos libere de nuestros sufrimientos. Y lo haremos durante tanto tiempo como sea necesario para convencernos de que esos sufrimientos son tan autoimpuestos como la esclavitud de la que Kant quería liberar a los humanos por medio del uso de la razón.

Nada, todavía no hay nada de todo eso. Y sin embargo ya estamos hablando del día después, ya estamos hablando de coaliciones ‘post pacem’, estamos imaginándonos escenarios políticos y resultados electorales con todo el mundo nacionalista radical participando tranquilamente en el juego democrático. Y lo que es mucho más grave: estamos hablando, o algunos están hablando incesantemente, de reconciliación: no ha desaparecido ETA, Batasuna no condena la violencia, no hay reinserción que merezca ese nombre, no existe por parte de quienes han ejecutado el mal del asesinato, ni individualmente ni como organización, conciencia alguna del mal. Tampoco hay conciencia del mal que ha supuesto el asesinato por parte de quienes han sido acompañantes necesarios de ese terrible viaje. No hay ni asomo de una posible petición de perdón. ¿Y se habla de reconcialiación!

Dejando de lado que se trata de una obscenidad, de pornografía pura, de una inversión total de los valores, de un desvarío completo de las conciencias, es necesario preguntarse por la razón de que se empiece a hablar de reconcialiación ahora; es preciso preguntarse por la función que desde determinadas posiciones políticas nacionalistas, y desde determinadas posiciones eclesiásticas, se atribuye a la reconciliación en el debate político de estos momentos. Porque nada es casual. Porque bien analizada la cuestión igual descubrimos que el recurso al discurso de la reconciliación esconde peores intenciones de las que se puedan sospechar a primera vista.

No es una simple torpeza. Claro que implica falta de piedad. Por supuesto que pone de manifiesto el deseo de dejar atrás una mala historia y comenzar un nuevo futuro. Pero hay más. Mucho más. Y lo que hay es bastante terrible. Lo que hay es la voluntad de algunos muchos de que el futuro se construya sobre el olvido del pasado. Lo que hay es la voluntad de algunos muchos de que los muertos se queden bien muertos, bien asesinados, y solos, y no tengan presencia alguna en la definición del futuro. Lo que hay es que algunos muchos que quieren construir el futuro con las manos libres, sin condicionantes de ninguna clase, sin límites de ninguna clase -el diálogo sin límites ni condiciones de Ibarretxe-. Lo que hay es no sólo el deseo de que desaparezca ETA, sino de poder pensar y actuar como si ETA no hubiera existido nunca. Y los muertos son memoria, son significación política, son condición, son límite. Y deben desaparecer. ¿Cómo?

Por medio de la reconciliación. Si se plantea la necesidad de la reconciliación en estos momentos en los que ETA sigue usando violencia y terror y no hay nada de lo citado anteriormente, es porque quienes hablan de reconciliación, especialmente Ibarretxe y el nacionalismo -bien secundados por algunos obispos-, creen llegado el momento de materializar su proyecto político: una sociedad vasca definida exclusivamente desde la mayoría nacionalista -el derecho a decidir no significa otra cosa-, la puesta en marcha, pues, del derecho de autodeterminación. Y si puede ser, la territorialidad. Es decir: el proyecto de ETA, pero sin violencia. Ése debe ser el resultado de la mesa de partidos. Ésa la normalización: el derecho a decidir -Ibarretxe-.

¿Pero no mataron a más de 800 ciudadanos por representar de una forma u otra la Euskadi del pacto y del compromiso, la Euskadi que huye de definirse desde las mayorías, la Euskadi diferenciada -Estatuto- e integrada -Constitución-? Claro. Por eso hay que neutralizar esa memoria sin decir directamente que se va a construir el futuro de Euskadi sobre el olvido de los muertos. Por eso es preciso encontrar mecanismos de discurso para esterilizar la memoria del significado político de los asesinados.

Una de las formas de desarrollar ese mecanismo es hablar del necesario arrope y cariño que la sociedad debe ofrecer a los familiares y amigos de las víctimas. Hasta Batasuna habla del reconocimiento social de las víctimas. Social, que no político: faltaría más. Es el mecanismo de la privatización de la memoria de las víctimas: los asesinatos tuvieron intencionalidad política -Egibar dixit-, pero no pueden ni deben tener significado político. Y se trata de una privatización peor que el uso partidista que se ha hecho y se sigue haciendo de las víctimas.

Pero no basta ese mecanismo de privatización de la memoria, no basta ese mecanismo que hurta el significado público, en el sentido de político -con consecuencias en lo que es posible y en lo que no es posible en la definición jurídico-institucional de la sociedad vasca-. Hace falta algo más. Y ese más lo ofrece la introducción, radicalmente a destiempo, del discurso de la reconciliación. Para que los nacionalistas en su conjunto puedan hacer lo que quieren hacer, definir la sociedad vasca desde el nacionalismo exclusivamente, a partir del derecho de autodeterminación, del derecho a decidir, hacen falta dos cosas: que ETA desaparezca, porque se convence de que su contribución ahora no es necesaria para alcanzar los objetivos que persigue -¿como si no hubiera alguna otra razón para que desaparezca!-. Y que los muertos no estorben con su memoria de significado político. Y para que los muertos no estorben, nada mejor que exigir ya a las víctimas que perviven, a los familiares y amigos, la reconciliación: si éstas dan el paso de reconciliarse -da igual con quién, da igual que no haya petición de perdón, da igual que ETA siga ejerciendo el terror-, los muertos quedan anulados, su significado político esterilizado, su soledad consagrada para siempre.

El discurso de la reconciliación tiene una función muy concreta en el debate político actual: derribar el obstáculo que supone la memoria de la significación política de los asesinados en la definición del futuro de la sociedad vasca. Los muertos y su memoria, las víctimas, son un estorbo. Y la forma de eliminar ese estorbo sin que se note es pedirles la reconciliación a las víctimas: enterrar el significado político de sus asesinados -porque son antes, mucho antes, sus muertos que los de toda la sociedad- para que se pueda cumplir el sueño de quienes los asesinaron.

Pretenden, los nacionalistas, hacer lo que quieren, pero con buena conciencia, con la bendición de las víctimas. Por eso hablan tanto de reconciliación. Es más que probable que consigan hacer lo que quieren. Pero los asesinados nunca les darán la bendición.

Joseba Arregi, EL DIARIO VASCO, 15/2/2006