Las Cortes Generales y la Corona

EL CORREO 17/03/13
JAVIER TAJADURA TEJADA PROFESOR TITULAR DE DERECHO CONSTITUCIONAL DE LA UPV/EHU

La Jefatura del Estado se mueve en un limbo jurídico que ha ocasionado ya problemas y puede provocarlos aún mayores en el futuro

La Constitución establece en el artículo 1. 3 que la forma política del Estado es la monarquía parlamentaria. Como ha advertido el profesor Torres del Moral, uno de los máximos expertos en esta cuestión, en la monarquía parlamentaria lo sustantivo es el adjetivo; esto es, se trata de una monarquía cuya legitimidad es democrática y cuya vinculación a las Cortes Generales, institución representativa de la soberanía nacional, se establece en numerosas disposiciones. Desde esta óptica, una de las principales obligaciones de las Cortes Generales es desarrollar, mediante las correspondientes leyes, el título II de la Corona. Sin embargo, a día de hoy, no han cumplido todavía con esta obligación constitucional, y la Jefatura del Estado se mueve en un limbo jurídico que ha ocasionado ya problemas y puede provocarlos aún mayores en el futuro. Las carencias más graves son la falta de una ley orgánica reguladora del estatuto jurídico del Príncipe de Asturias y la de otra que regule las renuncias a los derechos sucesorios, y sobre todo el procedimiento y efectos de la abdicación del Rey. A ello se une una defectuosa e insuficiente regulación de la Casa Real y de la Familia Real.

Como es sabido, el jefe del Estado, debido a una operación de cadera, se encuentra de baja. Durante su convalecencia, que según los médicos puede prolongarse por un plazo de tiempo que oscile entre dos y seis meses, el Rey continuará ejerciendo algunas de sus funciones (sanción y promulgación de leyes, expedición de decretos, nombramientos, etc.), pero delegará otras en el Príncipe de Asturias (representación exterior del Estado). Ahora bien, el ordenamiento jurídico no prevé, en modo alguno, que el Príncipe pueda sustituir o reemplazar al jefe del Estado en el ejercicio de sus funciones constitucionales. El derecho positivo vigente no atribuye al Príncipe más función que la de esperar que se produzca el hecho sucesorio. Cualquier actividad que realice el Príncipe por delegación del Rey, y en los próximos meses estas serán abundantes, carece de cobertura jurídico-constitucional. El Príncipe no tiene un Estatuto jurídico que diga qué actos puede llevar a cabo, qué funciones constitucionales puede desempeñar, en qué supuestos y con qué requisitos puede hacerlo, quién responde por esos actos. En definitiva, el Príncipe se mueve en un peligroso limbo jurídico: hace cosas –sin título jurídico alguno, salvo que otorguemos tal consideración a la supuesta ‘delegación de funciones’ otorgada por su padre– y no sabemos quién responde de ellas. Este vacío normativo no ha causado hasta ahora problemas, pero el riesgo de que se produzcan en el futuro es mayor habida cuenta del creciente protagonismo del Príncipe. Las Cortes Generales deben poner fin a esta situación y proceder a la regulación mediante ley orgánica de una figura institucional de indudable relevancia constitucional como es el príncipe heredero.

Por otro lado, las Cortes tampoco han aprobado la ley orgánica que desarrolle el artículo 57.5 de la Constitución relativo a las renuncias y a la abdicación del Rey. Es cierto que en ausencia de esta ley, la renuncia y la abdicación son posibles pero no lo es menos que plantearían numerosos interrogantes que sólo la ley puede resolver. Las cuestiones controvertidas se refieren no tanto a los procedimientos como, sobre todo, a las consecuencias o efectos de la abdicación. En el caso de la renuncia a los derechos sucesorios de un miembro de la Familia Real, se trata de declaraciones unilaterales de voluntad cuyo destinatario es el jefe del Estado, y únicamente cabría plantearse la legitimidad de éste para exigirla, por sí o con el refrendo del presidente de las Cortes. En el caso de la abdicación del Rey, el procedimiento sería sencillo, en este caso se trata también de una declaración unilateral de voluntad, absolutamente libre y que no puede ser instada por nadie, cuyo destinatario debe ser el presidente de las Cortes. Ahora bien, lo más delicado es regular la posición constitucional en que queda el Rey que ha dejado de serlo. Y en concreto la cuestión relativa a su irresponsabilidad jurídica, esto es, su inmunidad. La inmunidad absoluta de la que goza el jefe del Estado no es un privilegio personal sino una prerrogativa de la que disfruta por razón de la función que ejerce. En principio esto quiere decir que al cesar en el desempeño de la función su inmunidad pierde su razón de ser, y por lo tanto el Rey pasaría a ser jurídicamente responsable. Ahora bien, para evitar controversias futuras, la ley habría de establecer que la pérdida de inmunidad sólo surte efectos hacia el futuro. Esto es, al ex Rey no cabría exigirle responsabilidades por ningún acto realizado antes de abandonar la Jefatura del Estado. Vista la trascendencia de estas cuestiones nadie podrá negar la necesidad de que las Cortes procedan también a aprobar una ley orgánica reguladora de las renuncias y la abdicación.

Finalmente, es necesario también establecer un estatuto personal de los miembros de la Familia Real, en virtud del cual aquellos que perciban asignaciones con cargo al Presupuesto tengan una incompatibilidad para el ejercicio de actividades mercantiles y empresariales. E igualmente, es imprescindible conectar a la Casa Real, como Administración pública, con las Cortes Generales que deberían intervenir –mediante mayorías cualificadas– en los principales nombramientos. Esto último exigiría reformar el artículo 65 de la Constitución, que consagra la absoluta –y peligrosa– libertad del monarca en relación con estos nombramientos.

En definitiva, con la monarquía ocurre como con los mercados financieros. Las supuestas ventajas de su desregulación no se ven por ningún sitio, mientras que los daños provocados por ella son notorios. Las Cortes Generales tienen la obligación constitucional de poner fin a esa situación y proceder a la necesaria institucionalización, a través de las correspondientes leyes, de nuestra monarquía parlamentaria.