Los modélicos

FUNDACIÓN PARA LA LIBERTAD, 27/12/14 · J.M. RUIZ SOROA

José María Ruiz Soroa
José María Ruiz Soroa

· Leí en EL CORREO del domingo 21.12.14 la entrevista anunciada en la portada que la periodista Olatz Barriuso hacía al lehendakari Iñigo Urkullu: la sociedad vasca, enfatizaba repetidamente éste y anotaba sin la más mínima reserva o cuestionamiento aquélla, es nada menos que modélica. “Insisto, decía, somos una sociedad modélica, que tiene una cultura modélica y unos valores de rigor, de esfuerzo, de sacrificio, y de intentar hacer las cosas bien”. Sociedad modélica, cultura modélica, valores modélicos y autoridades modélicas. A mí este elegante “pas de deux” me resultó modélico también, pero en su obscenidad.

Cierto que una cosa es la corrupción y otra el asesinato, y que no es elegante el mezclarlos. Ha habido grandes asesinos que pagaban sus impuestos, iban a misa los domingos, se esforzaban y sacrificaban por su pueblo e intentaban hacer todo bien; incluso eran cariñosos con los niños y los chuchos. Pero cuando la historia habla de ellos no les suele calificar de modélicos ciudadanos, sino que se menciona que fueron asesinos y por ello no tan modélicos. A Urkullu y Barriuso no se les ocurrió ni poner una notita en letra pequeña y a pie de página para decir algo como “bueno, es cierto que esta sociedad modélica en todo tiene la mínima pega de haber tolerado treinta años de asesinatos”. Pero no, ni siquiera el asterisco o el recuadrito chiquitín. La portada: “Aquí no hay corrupción porque tenemos valores”. Y es que una cosa es la corrupción y otra el asesinato, dirán, y ahora no toca evocar la muerte sino la honradez. Aunque ésta sea una sociedad que ha proporcionado impávida el mayor índice de asesinos per capita de nuestro entorno en los últimos treinta años, resulta que no es ni ha sido una sociedad moralmente enferma sino honrada a machamartillo, repleta de unos ciudadanos caracterizados por sus valores de rigor, esfuerzo, sacrificio y de intentar siempre hacer las cosas bien. Y es que ya lo decía Emile Durkheim, “el dios de la tribu no puede ser, al final, sino  la propia tribu”. Ahora se le llama “esta sociedad”, que queda más moderno, pero la tribu es el dios de demasiadas conciencias.

Pocas semanas hace que Iñaki Arteta nos ha obligado a volver a ver cómo era esa nuestra modélica sociedad en 1.980, un pueblo alegre que cantaba y bailaba en bucólicas fiestas mientras en su derredor caían muertos por decenas unos seres tan grises y borrosos como lo era el papel y las fotos de los periódicos de la época, casi siempre en unas posturas rígidas, descoyuntadas y un tanto ridículas. Y es que no hay nada tan ridículo como morirse chapoteando en sangre (“fallecer”, le llamábamos) en una sociedad modélica en la que la ciudadanía se dedica al rigor y al sacrificio personales y sociales. Allí escuchábamos también defender al pueblo al clérigo de turno, tan repleto de valores cristianos o socialcristianos como sólo un cura vasco puede llegar a estar, defensor incansable  del rizo moral escolasticista y, al mismo tiempo, ayuno de la más mínima caridad.

No me exonero. Como casi todos, me preocupé de otra cosa y, aunque torcí el gesto, no moví un dedo por las víctimas. Miré para otro lado, más exactamente miré a eso que se considera  mi rigor, mi esfuerzo, mi sacrificio y mis ganas de hacer bien mis cosas. Como casi toda la sociedad. Pero desde hace tiempo, me da vergüenza haber sido tan modélico y tan cobarde. A la inmensa mayoría, a esa cuyo modelo son Urkullu y Barriuso, no se la da. Por el contrario, les llena de orgullo el impacto deslumbrante que causamos a los extranjeros que nos visitan. Somos ejemplares, todos lo dicen. Al final es cuestión de tener y usar de ese retrovisor moral que llamamos conciencia, o de mirar sólo al esplendoroso presente.

A mí me grita el retrovisor. Me chirrían Urkullu, Barriuso y la portada. Porque aquí no se puede hablar de valores sociales sin mencionar primero, pero muy primero, que nos ha faltado a casi todos el más importante de ellos, el de sentir como tal el crimen contra nuestros hermanos y levantar la voz en su contra. Como hizo EL CORREO ejemplarmente en su momento. Todo lo que sea no mencionar esa ausencia, aunque estemos charlando de corrupción, es tanto como volver a mirar otra vez para otro lado. Y la primera vez fue cobardía, desinterés o complicidad, pero la segunda es obscenidad. Elegante, cómo no, pero obscenidad.