Monarquía parlamentaria y república populista

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, ABC – 30/07/14

Fernando García de Cortázar
Fernando García de Cortázar

· La cultura política plebiscitaria, en nombre de la cual se exige la República, no es la forma más exquisita y moderna de la democracia, sino un proyecto ajeno a la calidad representativa del parlamentarismo y un modelo cercano a las experiencias más vetusta del caudillismo populista.

Quien haya calibrado bien la crisis que padecemos difícilmente podrá reducir su carácter al tropiezo en el bache de una mala coyuntura económica. Desde luego, la crisis es económica en su primera visibilidad y en sus golpes más inmediatamente dolorosos. Sin embargo, los ajustes para reparar el desorden de nuestro sistema financiero y superar las torpes alegrías de años de expansión aparente pueden provocar la pura y simple liquidación de la columna vertebral de nuestra sociedad: la clase media. Es la que está soportando las situaciones más inicuas en este proceso de estabilización, y habrá que empezar a considerar quiénes son los verdaderos perdedores de la crisis en su aspecto material. Perdedores, por cierto, a manos de la gestión de los políticos de todos los colores, que en las democracias débiles o impugnadas toman sus decisiones, siempre midiendo prudentemente la capacidad de movilización y la potencia vocinglera de los afectados. Y como la burguesía tiende al esfuerzo silencioso, a considerarse responsable de sus hipotecas y a asumir una austera administración de sus recursos, así le va a ese sector cautivo y desarmado, desterrado de aquellas dignas creencias que, hasta no hace demasiado tiempo, todo el mundo aceptaba como de justicia social.

No creo que ese pueblo español vapuleado, el pueblo formado por las clases medias y la clase obrera especializada, que dio apoyo masivo a la Transición, pueda separarse de la naturaleza de la crisis que vivimos. Además, por culpa de la debilidad de nuestro sistema inmunológico social y la pérdida de consistencia de aquellos sectores en los que se basó el sistema político de 1978, nuestro cuerpo nacional ha sido asaltado fácilmente por quienes nunca habían creído en él, pero que encuentran ahora espacio suficiente para destruirlo. Las convicciones de grupos ideológicos que hace cuarenta años optaron por una nación libre, por una España plural, sufren una demoledora impugnación que cuestiona mucho más que este o aquel aspecto de nuestro orden constitucional. Simplemente, es rechazado en su conjunto. El sistema se defiende actualizándolo, claro está. Pero las reformas y las actualizaciones siempre son el resultado de la protección de un orden que se considera esencialmente adecuado, nunca los primeros golpes de piqueta para derribarlo.

Hasta tal punto la crisis económica ha desmoralizado a nuestros dirigentes, que parecen sufrir una severa pérdida de peso ideológico frente a la obesidad de quienes desean quebrantar nuestro sistema. La sociedad, que incluye a comentaristas ingenuos, profesores con síndrome de tercera edad o excombatientes de utopías destartaladas, quizás no advierte lo que se nos viene encima dando alpiste televisivo y pienso radiofónico a esos personajes. Por su lado la izquierda socialista reencuentra ahora aquella esquizofrenia que le permitía ir del reformismo en la gestión a la revolución en el discurso, una dolencia adecuadamente bloqueada por los mejores años del PSOE de Felipe González. Y, mientras tanto, la derecha liberal se recluye en su ingenua confianza en que el desbarajuste político pasará por sí solo, en cuanto la deuda amaine o el paro decaiga. Ambas nos van a dejar a los pies de unos caballos tras cuyo galope no volverá a crecer la hierba de una sociedad democrática normal.

España necesita un rearme ideológico y político, que proteja una sociedad que debe recuperarse no solo en sus cuentas de resultados. Porque, en efecto, podríamos restaurar el equilibrio económico en pocos años, y descubrir, no obstante, que la crisis, afrontada exclusivamente en sus aspectos financieros, nos ha costado la supervivencia de nuestra nación. Que ha provocado la pérdida de la vitalidad histórica de España, reflejada en las instituciones con las que ha podido vivir en la paz y la democracia tan difícilmente recuperadas en el inicio del régimen de 1978. Nos ganamos entonces el derecho a una esperanza nacional. Sin embargo, las condiciones sociales de la crisis han llegado a hacernos creer que el único terreno de convicciones firmes es aquel donde campean las actitudes más agnósticas respecto de la democracia parlamentaria.

Tales actitudes esperpénticas han disparado contra todo lo que se mueve y, sobre todo, contra aquello que podría moverse en un proceso de regeneración nacional. Han disparado contra el sistema por todos los flancos y, además, lo han hecho siempre, como no dejaron de hacerlo sus compañeros de viaje en la historia del pasado siglo, en el nombre del pueblo. Porque en el nombre del pueblo frente a la partitocracia; en el nombre de los jóvenes frente a los decadentes; en el nombre de la utopía frente al pragmatismo, en el nombre de la revolución frente a la reforma; en el nombre de las masas frente a la libertad de los individuos, el siglo XX levantó escenarios de vergüenza que aún escandalizan nuestra conciencia moral. En el nombre de una autenticidad embriagada, desdeñaron la respetuosa veneración de la verdad.

Sus baterías, cargadas de la munición del desparpajo, la procacidad verbal y las farsantes protestas igualitarias, apuntan ahora a la monarquía española. Saben que ella es el centro de nuestro sistema político, no por ser monarquía a secas, sino por su naturaleza de monarquía parlamentaria. Disparan a la cabeza, disparan al corazón. Pero no lo hacen desde una mayor virtud democrática, a pesar de la algarabía de su lenguaje. La cultura política plebiscitaria, en nombre de la cual se exige la República, no es la forma más exquisita y moderna de la democracia, sino un proyecto ajeno a la calidad representativa del parlamentarismo y un modelo cercano a las experiencias más vetustas del caudillismo populista. Catherine Fieschi, socióloga de la Universidad de Nottingham, ha relacionado el arraigo y expansión del Frente Nacional con los aspectos menos liberales de la V República, que inculcó a una parte considerable de la sociedad francesa un profundo recelo por los partidos y un desapego por el sistema parlamentario. Para nuestros tribunos de la plebe y la democracia directa, es este un buen ejemplo para asignar con rigor el lugar de la democracia y el del populismo reaccionario en el debate político de nuestra crisis.

No seamos ingenuos. La apelación a la República no se hace por casualidad ahora, cuando todo nuestro sistema político ha sido desafiado. Se hace al ritmo desalentador al que camina nuestra decadencia nacional, con la frivolidad de la socialdemocracia en pretendida cura de rejuvenecimiento y la flaqueza de una derecha en perpetuo complejo de inferioridad, que intenta compensar una ideología que nunca expresa con unos éxitos contables que jamás podrán definir, a solas, una idea de España. El bienestar de los ciudadanos se da por hecho. Pero de ese bienestar forma parte también el derecho fundamental a disponer de una nación, de unas instituciones representativas, convertidas en garantía de nuestra existencia común y en salvaguarda de nuestras libertades. Que sean otros los que propongan el estropicio de un régimen plebiscitario. Que la sensatez de quienes alzaron nuestra Constitución continúe señalando que la inmensa mayoría de los españoles deseamos vivir en una democracia parlamentaria nacional, cuyo símbolo y garantía se encuentra en una institución y en la persona que hoy la encarna. La monarquía de Felipe VI. La monarquía de la España del siglo XXI. La monarquía parlamentaria, frente a la República de la demagogia.

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, ABC – 30/07/14