Muro de Berlín, 25 años después

JAVIER RUPÉREZ, ABC – 09/11/14

Javier Rupérez
Javier Rupérez

· La Rusia de Vladímir Putin está intentando levantar de nuevo un muro de agresión e intolerancia muy similar al que en su momento existió en Berlín. No es este solo un momento para la memoria, sino también para la acción. De los ciudadanos europeos, hoy como ayer, depende que el horror no tenga retorno.

Cuando Willy Brandt era alcalde de Berlín lo había calificado de «Muro de la Vergüenza». Los dirigentes comunistas de la República Democrática Alemana habían intentado justificar su construcción en 1961 con la excusa de su necesidad para defenderse contra la agresión reaccionaria. «Muro de protección antifascista» lo llamaron. La realidad era muy otra: más de tres millones de habitantes de la parte oriental de Alemania, sometida tras la II Guerra Mundial a los designios de la Unión Soviética, habían huido del paraíso socialista para refugiarse en el Occidente. Los apologetas del régimen, ante la evidencia de su fracaso, llegaron a inventarse la noción de que, en las primeras fases de construcción del comunismo, había que levantar barreras para que los ciudadanos no escogieran el acomodo en el otro sistema. El que tenía la democracia liberal como bandera. Lo había dicho tempranamente Konrad Adenauer: «Estoy en el lado de la libertad».

Sus 160 kilómetros de hormigón se convirtieron en el símbolo de la opresión y de la barbarie, encarnando de manera lúgubre la realidad de la Europa dividida. Fue en su proximidad, en 1963, cuando John F. Kennedy proclamó su solidaridad con los oprimidos anunciando que él era también un berlinés. Y unos años más tarde, allí mismo, Ronald Reagan se había dirigido públicamente a Michail Gorbachov, todavía secretario general del Partido Comunista de la URSS, exigiéndole que derribara la infame construcción.

Su brutal existencia había servido para cortar drásticamente la sangría de ciudadanos que huían del marxismo leninismo teutón, aunque más de cinco mil fueran los que quisieron y consiguieron burlarlo. Y más de doscientos los que quedaron tendidos en la tierra de nadie al intentarlo, abatidos por los disparos de los que sarcásticamente se llamaban «policía del pueblo». En los veintiocho años transcurridos desde su levantamiento hasta 1989 no parecía que la RDA hubiera progresado de manera suficiente en la construcción del comunismo como para convencer a sus ciudadanos de las bondades del sistema y de las ventajas que el país ofrecía para permanecer en él.

Y fueron los ciudadanos, en un momento épico que hace veinticinco años galvanizó las emociones de buena parte de la Humanidad, los que en verdad acabaron con el Muro y con la infinita vergüenza que representaba. No era la primera vez que los germanos orientales arriesgaban su vida en la demanda por la libertad. Lo habían hecho en 1956. Como también ese mismo año lo habían hecho los polacos, y los húngaros. Y más tarde también de nuevo los polacos, y luego los checos, y un poco después los rumanos. Y luego, en las postrimerías del sistema, letones, lituanos, estonios, azeríes, moldavos, ucranianos.

Desde que en 1986 Michail Gorbachov se había hecho cargo del liderazgo del partido comunista soviético, el sistema había ido mostrando escandalosamente sus grietas y sus insuficiencias en un proceso degenerativo imposible de contener. Las promesas mesiánicas de la Revolución de Octubre, elevadas sobre el sufrimiento y la muerte de millones de ciudadanos, acabaron por demostrar corto recorrido. Fueron miles los que a modo de reinventados espartacos el 9 de noviembre de 1989 asaltaron con la limpieza de sus manos la obscena barrera. Ellos son los que en verdad merecen el recuerdo, la gratitud y la memoria. Ese día comenzó la cuenta atrás de la Unión Soviética y del sistema totalitario que por el terror había impuesto en la mitad oriental del continente.

Cierto es que la coincidencia en el tiempo de dos líderes visionarios, como fueron Juan Pablo II y Ronald Reagan, junto con las tendencias reformistas, por imposibles y tardías que resultaran, de Michail Gorbachov, había contribuido a poner de relieve el carácter inviable del sistema que tenía en Moscú su referencia, y al mismo tiempo suscitar en las poblaciones aherrojadas por el aparato la esperanza viable de un cambio. Pero los tiempos que preceden a la caída del Muro de Berlín pertenecen sin duda a los que arriesgan vida y hacienda para reclamar su condición de seres libres e iguales.

Son los tiempos cuando los alemanes orientales aprovechan los titubeos terminales de los dirigentes para buscar masivamente refugio en Hungría y en Checoslovaquia y luego transitar por fronteras ya abiertas con el Occidente hacia Austria y la RFA, en un sainete tragicómico explorado con audacia por los que buscaban la libertad y seguido con tanto estupor como simpatía por los que en el Occidente deseaban, al tiempo que temían, una nueva realidad continental. Y culminados en la belleza de una pared aparentemente hercúlea que se viene abajo sin otra violencia que la generada por el impulso de los hombros que la derriban para permitir que las gentes del Este y las gentes del Oeste, en una noche gloriosa, se abracen en el entusiasmo de la recobrada libertad fraterna. Un día para grabar a fuego en la memoria de la ciudadanía europea.

La República Democrática Alemana desapareció en 1990, dando con ello lugar a la reunificación de las dos Alemanias. La que había sido presentada por el movimiento comunista mundial como ejemplo de los éxitos marxistas leninistas demostró en su caída las verdades de un régimen totalitario que en nada podía envidiar a la represión hitleriana, escasa en sus supuestas hazañas industriales y catastrófica en el legado medioambiental: todavía hoy amplias zonas del territorio Este alemán siguen mostrando las incurables heridas infligidas por el criminal descuido con que Berlín Este atendía a la naturaleza. Similar en todo al que practicaba con las personas.

La URSS dejó de existir en 1991, año en el que también feneció el Pacto de Varsovia. La caída del Muro de Berlín había iniciado un incontenible movimiento que tenía como final la superación de las divisiones surgidas de la II Guerra Mundial y perpetuadas durante la Guerra Fría. Francis Fukuyama creería que en ese momento se había consolidado «El Final de la Historia», mientras los pueblos europeos sentían realizado el anhelo de contemplar una Europa unida y libre. Casi sin solución de continuidad todos los países que habían formado parte del Pacto de Varsovia y algunos de los que como repúblicas habían formado parte de la URSS mostraron deseos y disponibilidad para integrarse en la Unión Europea y en la OTAN. La libertad como norma y la democracia representativa como estructura fueron los nuevos parámetros.

Conviene hoy recordarlo y defenderlo. La Rusia de Vladímir Putin está intentando levantar de nuevo un muro de agresión e intolerancia muy similar al que en su momento existió en Berlín. No es este solo un momento para la memoria, sino también para la acción. De los ciudadanos europeos, hoy como ayer, depende que el horror no tenga retorno. Nunca jamás.

JAVIER RUPÉREZ, ABC – 09/11/14