Nuestra razón de Estado

ABC  29/04/13
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR , DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN DOS DE MAYO, NACIÓN Y LIBERTAD

Los españoles no hemos perdido la idea y la realidad del Estado como producto de una victoria final del secesionismo. Las hemos perdido como resultado de un desafío al que no se ha sabido responder, encogidos los ánimos por una extraña indiferencia o un grave complejo de inferioridad

La historia lo aguanta todo. Hasta las ensoñaciones heroicas de los nacionalistas, sus juegos de manos identitarios, destinados a saciar la nostalgia de un infinito fundacional y la gloria de una estirpe mitológica. En los tiempos en que se constituyó nuestra cultura, en las épocas en las que el Mediterráneo se estructuraba en una conciencia de civilización, matriz de Europa y embrión de nuestros valores, se distinguía entre el relato histórico, dedicado a proporcionar la relación rigurosa de los hechos, y el bello esfuerzo de la poesía épica, que inculcaba a los acontecimientos el sentido sagrado de un origen y el futuro místico de un destino alentado por la providencia de los dioses.

El nacionalismo que, a diferencia de todos los países de nuestro entorno, sufrimos en la desdichada arena de nuestra actualidad política, se siente mucho más cómodo en las voluptuosas metáforas de las construcciones legendarias que en la modesta entereza de la reflexión histórica. Poco debería sorprendernos, porque el nacionalismo no aprecia la veracidad de los hechos, sino su eficacia simbólica, su poder reivindicativo, su magia identificadora. Los nacionalistas siempre se presentan como verdaderos portavoces de la historia pero, como bien saben los españoles sometidos a su fantasiosa gestión cultural, pocas veces se habrá tomado el nombre del pasado tan en vano.

Las amargas experiencias del siglo XX pueden demostrarnos que el nacionalismo nunca es el fruto de los tiempos de confianza, sino el hijo predilecto de las épocas de inseguridad. Siempre surge cuando el futuro se abre, libre y exigente, cuando problemas angustiosos ponen a prueba nuestro civismo, cuando una coyuntura difícil nos exige asumir nuestras responsabilidades y no escondernos bajo el manto protector del populismo. Los nacionalistas no desean combatir la incertidumbre con una toma de conciencia que puede ser dolorosa, sino adormecerla con la feliz ensoñación de los tranquilizantes. Poco les importa lo que pueda haber de ficticio en sus vehementes afirmaciones de justicia histórica. Poco les interesa la lucidez cívica que pueda transmitir el conocimiento de la historia; lo que de verdad les fascina es la emoción patriótica inflamada por la épica de sus sucedáneos.

El nacionalismo catalán es el que ha tenido una mayor eficacia en la difusión de un amplio repertorio de argumentos culturales. Se ha llegado a un punto en que hasta sus propuestas de secesión parecen derivar no sólo de la identificación entre la cultura catalana y el catalanismo, sino de la equiparación de cultura y nacionalismo. Demasiadas veces se ha dicho ya, sin que parezca inmutar a quienes debería, que, por su naturaleza excluyente, el nacionalismo tiene serias dificultades para encajar en una concepción democrática de las relaciones políticas. Los nacionalistas protestan ante estas acusaciones indicando que siempre han respetado la existencia política de otras opciones. Faltaría más que no lo dijeran. Pero resultaría sorprendente que actuaran en consecuencia. Lo sería, en efecto, que su respeto pasara por dejar de llamarse nacionalistas, lo que solamente puede indicar que a ellos corresponde, como a nadie, la defensa de lo que se empeñan en llamar una nación. Porque, a fin de cuentas, si Cataluña aparece así definida, es porque el nacionalismo ha conseguido imponer la hegemonía de su perspectiva y su lenguaje. Y ahora podemos calibrar cómo esa denominación ha perdido toda su inocencia, para exigir unos márgenes de realización soberana que nada tienen que ver con el Estado de las Autonomías, convertido en simple parada en un trayecto que, al parecer, sólo los nacionalistas tenían claro.

Para el nacionalismo catalán, se ha alcanzado un punto de llegada que es, a la vez, la plataforma de arranque de un proceso de secesión. Quiere hacernos tragar, con la inaudita osadía que se alimenta de los años de impunidad intelectual, vivida en Cataluña y fuera de ella, que lo que hay ante nosotros es fruto de la evolución del catalanismo político surgido en el cruce de los siglos XIX y XX. El actual secesionismo no sería una ruptura, sino una culminación. Pero la historia no se entrega sin resistencia a la malévola gestión de los políticos nacionalistas ni al patriotismo a sueldo de algunos historiadores. La historia no reconoce en el actual secesionismo nada que tenga que ver con el catalanismo conservador, ni con el republicanismo popular que siempre pensaron en Cataluña como parte de España. Y, desde luego, nadie podrá creer en serio que una de las tradiciones sociales más importantes de la Cataluña obrera del primer tercio del siglo XX, el sindicalismo anarquista, haya venido a parar en la pintoresca demanda de un Estado propio.

Pero la gran mentira es la que, como siempre, resulta tan obvia como la carta del relato de Allan Poe, invisible a todos los que la buscan por encontrarse precisamente en la bandeja del vestíbulo reservada al correo. Y es que Cataluña, por mucho que lo nieguen los nacionalistas, ya tiene un Estado: tiene las instituciones, la organización de poder, la autoridad política, la representación parlamentaria, la capacidad legislativa que el conjunto de los catalanes se dieron cuando votaron la Constitución de 1978 y, sólo en función de ella, el Estatuto de autonomía elaborado por sus representantes.

El nacionalismo no ha dejado de gobernar en solitario o de estar presente en el gobierno de la Generalitat desde 1980. Los votos de los catalanes han sido decisivos para la formación de todos los gobiernos de España desde la instauración de la democracia. Cataluña ha ejercido constantemente su derecho a decidir. No hay, por tanto, continuidad alguna entre las reivindicaciones autonomistas que articularon la sociedad catalana desde comienzos del siglo XX y el secesionismo actual, ni entre el catalanismo como movilización de una conciencia nacida en la sociedad y lo que estamos viendo en los últimos treinta años. Una disciplina impuesta por los instrumentos al servicio del poder político: el sistema educativo, los medios de comunicación públicos y los mecanismos de promoción social asegurados por la deriva clientelista de nuestro régimen autonómico.

La ruptura existe, también, en otro ámbito en el que deberá quizás llamarse a la movilización de la sociedad española y a la actuación responsable de quienes tendrían que liderar nuestro compromiso nacional: el derecho de los españoles a un Estado propio. Los españoles no hemos perdido la idea y la realidad de aquél como producto de una victoria final del secesionismo. Las hemos perdido como resultado de un desafío al que no se ha sabido responder, encogidos los ánimos por una extraña indiferencia o un grave complejo de inferioridad. Sólo estas dolencias pueden explicar que hayamos permitido que nuestro debate institucional se haya podido normalizar como impugnación de las bases constituyentes de nuestra nación y nuestro Estado. Si España es una nación con plena soberanía, de la que emanan todos los poderes del Estado, debemos fijar en sus instituciones democráticas nuestra voluntad colectiva de ser, constituidos como ciudadanos libres, dotados de una conciencia integradora, poseedores de una tradición común y animados por una misma empresa. Esa es nuestra legítima, nuestra urgente, nuestra necesaria razón de Estado.