Siete años después

Rusia abandonó su breve sueño de convertirse en una democracia. China celebra la apoteosis olímpica de la tiranía, agasajada por el mundo. Los miembros de la OTAN, divididos por la dispar percepción de las amenazas. El populismo y el relativismo cultural hacen peligrar las democracias. Bin Laden no ha destruido a las sociedades libres, pero sí ha hecho el mundo infinitamente más inseguro.

TODOS recordamos dónde estábamos aquel 11 de septiembre de 2001. Y no creo que nadie olvide nunca las sensaciones vividas cuando se estrelló el segundo avión contra la torre gemela aún intacta. Millones de espectadores en todo el mundo observaban el incendio causado en la primera torre por el impacto de un avión. Atónitos especulaban todos sobre las causas, sin atreverse muchos a inclinarse por las dos hipótesis posibles, la del accidente y la del atentado. Cuando se transmitió en directo la aproximación del segundo avión, su vuelo directo hacia la torre y la inmensa bola de fuego que provocó al arremeter contra los pisos medios del segundo rascacielos, se disiparon todas las dudas. Ante la súbita certeza terrorífica, recuerdo el estupor del grupo de políticos, diplomáticos y periodistas que lo presenciamos en un despacho en la sede del grupo editorial Bertelsmann en Gütersloh, en la Baja Sajonia. Habíamos sido convocados para debatir sobre los nuevos retos a la seguridad en Europa. En aquel instante todos los presentes supimos que todo lo hablado, discutido, divagado y especulado había dejado de tener relevancia. Todos éramos conscientes de que aquel día ponía fin a una «era de bienaventuranza» iniciado con las revoluciones democráticas en el este de Europa y la disolución de la Unión Soviética. La «nueva era» que algunos creían ya definitivamente el «fin de la historia», la victoria de las democracias y la apertura de unos tiempos nuevos de cooperación internacional global, de la abolición de la amenaza existencial, había durado exactamente una década. No había llegado a cumplir esos veinte años que transcurrieron en el siglo XX entre las dos guerras mundiales. Siete años después podemos comprobar que el éxito de los terroristas ha superado con creces la espectacularidad del atentado en sí. Como siempre es gratuito especular sobre cuál habría sido, sin el 11-S, el devenir de las relaciones internacionales, de la presidencia de George Bush, del diálogo norte- sur, de la evolución política interna en Rusia o del desarrollo del Tercer Mundo y especialmente África. Lo sucedido desde entonces está en las hemerotecas. Lo cierto es que se produjo un punto de inflexión que supuso el final abrupto del largo y continuado avance de las democracias. Iniciado hace treinta años en España y Portugal, se había extendido a Latinoamérica una década después, y en 1990 se mostró imparable por toda Europa oriental y Rusia. Hoy el desprestigio de las democracias ha avanzado tanto que hasta en el extremo occidental de Europa, los líderes socialistas españoles tienden ya a ponerle adjetivos como hacían los comunistas del este de Europa. Allí era la «democracia popular» y hoy aquí la «democracia avanzada». El odio irracional hacia EE.UU., nutrido por la política unilateralista de Washington, rompió pronto la solidaridad occidental. Rusia abandonó su breve sueño de convertirse en una democracia y un Estado de Derecho. China acaba de celebrar la apoteosis olímpica de la tiranía aceptada y agasajada por el mundo. Las democracias occidentales miembros de la OTAN están profundamente divididas porque la disparidad en la percepción de las amenazas externas les impide la acción efectiva común para afrontarlas. El populismo de muchos líderes y el relativismo cultural hacen peligrar las democracias desde la cúpula y la base. Así las cosas, Bin Laden no ha destruido a las sociedades libres. Pero sí ha triunfado en hacer el mundo infinitamente más inseguro.

Hermann Tertsch, ABC, 11/9/2008