Una inquietante ambigüedad con ETA

La simetría entre lo que ocurre en Argentina y lo que ocurre en Venezuela respecto de militantes políticos acusados de favorecer al terrorismo o de cometer crímenes terroristas reabre un interrogante crucial. ¿Cuál es la posición de los gobiernos de los dos países, que se reivindican de la misma izquierda populista, en relación con la violencia armada como recurso de la política?

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La historia ha vuelto a querer en estos días que los Kirchner y Hugo Chávez protagonicen vidas paralelas. Dos democracias amigas exigen a sus gobiernos un permiso para someter a juicio a individuos acusados de cometer crímenes terroristas. En el caso de la Presidenta y su esposo, el protegido es el guerrillero chileno Galvarino Apablaza, señalado por el asesinato del senador Jaime Guzmán y por el secuestro del directivo del diario El Mercurio , Cristián Edwards del Río. Aunque la Corte Suprema autorizó la extradición, el Gobierno le concedió asilo político.

Junto al Caribe, el hermano bolivariano hace frente a una encrucijada similar. El 29 de septiembre pasado, la policía española detuvo a los etarras Juan Carlos Besance y Xabier Atristain. Cuando se los interrogó, revelaron que, en julio del año 2008, recibieron entrenamiento en Venezuela. Uno de sus instructores, dijeron, fue Arturo Cubillas. Es un vasco, con nacionalidad venezolana, que vive en Caracas desde 1989, cuando se lo deportó desde Argel. Cubillas forma parte del gobierno de Chávez. Su último nombramiento fue en 2008, como jefe de seguridad del Instituto Nacional de Tierras, que lleva adelante las expropiaciones ordenadas por el presidente.

Como los Kirchner con Apablaza, Chávez se encargó también de que la mujer de Cubillas tuviera un empleo público: Goizeder Odriozola es la jefa de prensa del Ministerio de Agricultura venezolano. Es periodista, como la señora de Apablaza, Paula Chaín, que está a cargo de una página web de la Casa Rosada.
La predilección por estos acusados de cometer crímenes ha complicado las relaciones exteriores de los dos países. El canciller Héctor Timerman dijo que las quejas de los dirigentes políticos chilenos eran «payasadas». Y el presidente de Chile, Sebastián Piñera, citó al embajador argentino Ginés González García para pedirle explicaciones.

En Madrid, el embajador venezolano Isaías Rodríguez sugirió que las revelaciones de los etarras Besance y Atristain sobre Cubillas habían sido obtenidas de manera irregular. Tal vez alguien le dijo «por qué no te callas»; lo cierto es que horas después Rodríguez aclaró que no tenía indicios sobre torturas ni sobornos, y echó la culpa del error a la prensa. El canciller de Chávez, Nicolás Maduro, prometió a España que someterá a Cubillas a una investigación. Pero no concederá la extradición, ya que el etarra obtuvo la nacionalidad venezolana.

La simetría entre lo que ocurre en la Argentina y lo que ocurre en Venezuela respecto de militantes políticos acusados de favorecer al terrorismo o, más aún, de cometer crímenes terroristas, reabre un interrogante crucial. ¿Cuál es la posición de los gobiernos de los dos países, que se reivindican parte de la misma izquierda populista, en relación con la violencia armada como recurso de la política?

Chávez ha sido acusado con mucha precisión por la cobertura que su administración les ha dado a las FARC. Y es bastante curioso que haya destinado a Cubillas a un cargo tan adecuado para un entrenador de comandos como el área de seguridad de tierras expropiadas, en el mismo momento en que el etarra comenzaba a dictar sus «cursos».

Cristina Kirchner concedió asilo político a alguien cuya extradición había autorizado la Corte Suprema. Dio la impresión de escuchar con mayor interés las recomendaciones de algunas organizaciones de derechos humanos que las de la Justicia. Esas instituciones, tan cercanas al Gobierno, demuestran en este caso que su defensa de los derechos universales es selectiva. Abuelas de Plaza de Mayo, el Centro de Estudios Legales y Sociales, Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas, la Fundación Liga Argentina por los Derechos Humanos, Hijos por la Identidad y la Justicia, contra el Olvido y el Silencio y Madres Línea Fundadora han pedido protección para Apablaza «por la persecución que existe en su país contra militantes». Ni una palabra sobre el derecho de la familia Guzmán, o de Edwards, a recibir justicia.

El Estado de Chile contrató como abogado a Gustavo Gené, tradicional socio del procurador del Tesoro -es decir, del abogado del Estado argentino-, Joaquín Da Rocha. El canciller de Piñera, Alfredo Moreno, dijo que su país hará todo, dentro y fuera de la Argentina, por conseguir la extradición de Apablaza. Moreno parece Cristina Kirchner hablando de los fundamentalistas iraníes acusados por el atentado a la AMIA.

Esta perplejidad es también retroactiva. La Presidenta suele presentar a su administración como heredera de los movimientos insurgentes de la década del 70, a los que caracteriza como «una juventud maravillosa, masacrada por quienes querían romper la matriz de nuestra identidad». La señora de Kirchner no ha producido hasta ahora definición alguna acerca de los crímenes de aquellas organizaciones. No es una excepción. Buena parte de la izquierda argentina considera que aquella experiencia no fue -por ponerlo en términos del sociólogo Juan Carlos Torre- un extravío aberrante de la política. Fue, apenas, una derrota.

Este es el principal problema que está detrás de los casos Apablaza y Cubillas. En Venezuela aparece con más contundencia que en la Argentina una ligazón tenebrosa entre fuerzas que participan del juego democrático y organizaciones criminales. «En los últimos dos años se produjo un estallido de información en torno a ese fenómeno -señala el especialista español Florencio Domínguez, autor del libro Las conexiones de ETA en América latina, que aparecerá en pocos días en la Argentina-. En Francia, la policía capturó la computadora de Francisco Javier López Peña, máximo jefe de ETA; casi al mismo tiempo, en Ecuador, quedaron al descubierto los datos que atesoraba en su ordenador Raúl Reyes, el líder de las FARC.» Estas novedades tal vez no se habrían conocido si no fuera por un hecho destinado a redoblar la intolerancia del aparato de seguridad internacional sobre este tipo de organizaciones: el ataque a las Torres Gemelas, en Nueva York.

Dijo Domínguez a este diario: «Mucho antes de las revelaciones de los ordenadores de Reyes y de López Peña, el chavismo mantuvo negociaciones con ETA a través del abogado Joseba Agudo Mancisidor, detenido en el sur de Francia en octubre del año pasado». Los amigos argentinos de ETA conocen bien a Agudo, quien estuvo en Buenos Aires durante el juicio a Jesús María Lariz Iriondo. Este etarra fue defendido por el abogado Eduardo Soares y apañado por Hebe de Bonafini.

Bonafini y Soares, quien milita en la agrupación Martín Fierro, fueron hasta el último 23 de septiembre los principales anfitriones de Walter Wendelin, el líder de Askapena, una organización de cobertura del terrorismo vasco, que fue detenido en España cinco días después de dejar Buenos Aires. Este «apóstol del separatismo», como se lo conoce en Europa, tejió una relación estrecha con Moira Millán, dirigente de la comunidad mapuche de Chubut. Wendelin está acusado por la justicia española de «integración de banda armada». Esa imputación es, para las organizaciones revolucionarias que simpatizan con el independentismo vasco, una manifestación fascista del socialismo español, que merece la solidaridad internacional. Entre las entidades que manifestaron su repudio está el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), uno de cuyos fundadores y líderes fue el chileno Apablaza.

Wendelin se movió entre julio y septiembre a ambos lados del Río de la Plata. Visitó Montevideo, donde los tupamaros mantuvieron una relación estrechísima con los etarras, sobre todo a partir de los años 80, cuando Francia comenzó a perseguir con mayor convicción a los terroristas que escapaban de España. Estas dos vertientes revolucionarias convergían en CX44 Radio Panamericana, desde cuyos micrófonos se promovieron, en agosto de 1994, marchas en solidaridad con tres militantes de ETA cuya extradición había obtenido España. El actual presidente de Uruguay, José Mujica, tuvo un compromiso estrechísimo con esas manifestaciones, que se realizaron frente al Hospital Filtro, y que dejaron como saldo dos muertos. Mujica llamó a resistir en aquel momento la orden de extradición, razón por la cual terminó declarando en la justicia. Luis Lacalle, por entonces presidente y en las últimas elecciones rival de Mujica, clausuró la radio. A pesar de esa cercanía, en aquellos años se diferenciaba de la causa etarra, «por su manera de conducirse en el conjunto de los pueblos españoles». ¿Cuál será la posición de Mujica en estos días? Aquel pasado regresa y el presidente de Uruguay se encontrará en cualquier momento en medio de ese debate.

La persecución de Wendelin en España expresa una tesis que ha ganado terreno entre los magistrados peninsulares: las agrupaciones que, como Askapena, sirven de apoyo logístico, financiero y cultural a ETA, también incurren en el delito de terrorismo. Este alcance amplio del concepto, por el cual el huésped de Bonafini terminó preso, fue inaugurado, en 1998, por alguien que no puede ser caracterizado como un representante de la derecha reaccionaria: el juez Baltasar Garzón, un amigo de los Kirchner y de las organizaciones de derechos humanos que simpatizan con ellos.

(Carlos Pagni es columnista político del diario LA NACION y profesor de Historia en la Universidad Nacional de Mar del Plata. Fue docente de la cátedra de Historia de las Ideas Políticas de la Facultad de Derecho de esa universidad e investigador del Instituto Emilio Ravignani de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. En 2002 fue condecorado por el gobierno de la República de Brasil con la Orden de Río Branco)

Carlos Pagni, La Nación (Argentina), 9/10/2010