¡Abajo la Constitución!

Esto que parece una broma…

Hay que ser, desde luego, muy carca para defender la Constitución, ese dislate que niega el derecho de autodeterminación del pueblo andaluz y no reconoce la existencia de un Reino de Aragón que extiende sus fronteras hasta territorio francés. Se ha quedado corto ese cráneo privilegiado que ha definido semejante engendro como «disposición transitoria»; yo más bien la calificaría de ordenanza nacida del apetito inmovilista de cuatro cavernícolas con delirios megalómanos. Cualquier persona con dos dedos de frente progresista sabe que la Constitución sólo nos ha traído cinco lustros de penuria e ignominia en que nuestras libertades han sido sistemáticamente cercenadas y nuestras expectativas de concordia y prosperidad se han ido al garete, convirtiéndonos en una especie de Estado de opereta, merecedor del escarnio universal. Urge cepillarse tamaño bodrio, urge debelar su tiranía, para que de sus escombros florezca un batiburrillo de naciones pigmeas, libres y prósperas, cada una con su idioma vernáculo de veintisiete palabras y media y sus órganos representativos en la asamblea de Babel.

Para predicar con el ejemplo, ya me he ofrecido al alcalde de mi ciudad levítica como redactor (o mero negro, el patriotismo anula mis ínfulas de autoría) de un proyecto de Constitución Zamorana. Como supongo que, tarde o temprano, algún empleado del ayuntamiento, cipayo del poder central, acabará filtrando mi proyecto a los mamporreros de la prensa adicta, me dispongo a exponerles aquí los fundamentos históricos que legitiman la segregación de Zamora de esa absurda entelequia que, a estas alturas, ya sólo los fachas recalcitrantes se atreven a designar España. ¿Han oído hablar de Viriato, aquel caudillo mítico que le zurró la badana hasta en nueve ocasiones a las legiones romanas? Pues, por si no lo sabían, Viriato nació en Torrefrades, provincia de Zamora. Y Viriato, a quien mi ciudad levítica ha rendido homenaje de admiración constante erigiéndole una estatua de bronce, representa mejor que nadie la rebeldía contra el poder establecido, que entonces tenía su sede en el Lacio y hoy en Moncloa. Pues, ¿y qué decir de doña Urraca, a quien su padre Fernando I le dio por reino Zamora? Su hermano Sancho, rey de Castilla, quiso despojarla de su posesión (y es que este Sancho ya era un trasunto anticipado de estos carcas de hogaño, que se aferran a la Constitución para justificar su frenesí anexionista) y, para ello, sometió a crudelísimo cerco a Zamora, contando entre sus tropas con el fascista de Rodrigo Díaz de Vivar, de infausta memoria. Pero la reina Urraca y sus fieles juraron mantener hasta el último resuello la independencia; y el pueblo zamorano aguantó el cerco durante meses, repeliendo las escaramuzas del adversario y soportando la hambruna. Allí quedó demostrado el temple de mis antepasados, que prefirieron entregar la vida antes que someterse a una dominación extranjera. Así, hasta que un día el heroico Bellido Dolfos (a quien el romancero, manipulado por los opresores, pinta de felón y cobarde) se presentó ante el rey Sancho, a quien engatusó con la promesa de mostrarle una brecha en la muralla por la que podría asaltar Zamora. El voraz Sancho picó el anzuelo y acompañó al heroico Bellido a un lugar retirado, donde le entró apremio y hubo de agacharse para evacuar el vientre, circunstancia que Bellido Dolfos aprovechó para traspasarlo con un venablo. El opresor murió revolcándose en su propia mierda.

Fundamentos históricos para vindicar la independencia de Zamora no me faltan. Apenas concluya mi proyecto aunaré esfuerzos con los cráneos privilegiados que, desde otras regiones (¡qué digo regiones: naciones!) sojuzgadas, preconizan la derogación de ese dislate que nos mantiene oprimidos bajo una misma férula. ¡Abajo la Constitución!


El autor debería tener cuidado con estas bromas, que siempre hay algún psicópata que se lo toma en serio y ya tenemos montado otro «konflikto». A quien le parezca exagerado lo que digo, que lea El péndulo de Foucault, de Humberto Eco, que empieza con una broma parecida y no vean cómo termina.
El editor

Juan Manuel de Prada, ABC, 30/8/2003