¿Es Ibarretxe un demócrata?

 

En las democracias constitucionales las decisiones se aprueban por mayoría; pero sólo están legitimadas las que, además, se adoptan de acuerdo con las leyes. Ni el plan Ibarretxe puede ser aprobado sólo por el Parlamento vasco, ni el lehendakari es competente para convocar un referéndum. Él hace continuas invocaciones a la democracia, pero no cumple con las normas democráticas.

Ibarretxe mantuvo en su intervención parlamentaria del martes pasado dos premisas fundamentales: a) su proyecto de reforma es democrático porque ha sido aprobado por una mayoría del Parlamento vasco; b) dicho proyecto será válidamente democrático si es aprobado por referéndum en el País Vasco aunque no haya sido aprobado por las Cortes.

Si convenimos en que por Estado democrático entendemos aquel en el cual el pueblo ejerce el poder de forma directa -mediante referéndum- o indirecta -mediante sus representantes en el Parlamento-, el planteamiento de Ibarretxe es, a primera vista, impecablemente democrático: pretende que la reforma del Estatuto vasco se apruebe en el Parlamento y sea ratificada por el pueblo.

Sin embargo, tras una segunda lectura, se comprueba fácilmente que ambas premisas son contrarias a la ley, en concreto a la Constitución y al Estatuto vasco. ¿Quiere ello decir que Ibarretxe es un demócrata pero no cumple la ley? ¿O, simplemente, no es un demócrata? Veamos.

Una regla elemental de toda democracia es que la voluntad de la mayoría debe prevalecer sobre la voluntad de la minoría. La razón de ser de esta regla no se encuentra en que la mayoría no pueda equivocarse o que las decisiones de la mayoría siempre sean mejores que las de la minoría.

En política, el acierto o error son subjetivos, dependen del punto de vista, ideología e intereses de cada uno. Sin embargo, que la voluntad de la mayoría se imponga es una convención bastante razonable para tomar decisiones democráticamente válidas y, en todo caso, la opción contraria -que se imponga la voluntad de la minoría- parece menos convincente.

Ahora bien, como se está de acuerdo en que las decisiones que tome esta mayoría pueden resultar perjudiciales, los estados democráticos se han ido dotando de instrumentos diversos para su control: por ejemplo, elecciones periódicas, división de poderes, inviolabilidad de los derechos fundamentales, principio de seguridad jurídica, responsabilidad de los poderes públicos, garantías procesales, entre otros muchos.

Las constituciones actuales recogen estos instrumentos, estas reglas que imponen frenos y controles al principio democrático, a la voluntad de una mayoría en un momento dado. Así pues, no toda decisión adoptada por una mayoría es democrática: sólo lo son aquellas que se adoptan de acuerdo con las reglas establecidas en la Constitución y en el orden jurídico que de ella deriva. Ello significa que actualmente nuestras democracias están sometidas a reglas, a las reglas del Estado de derecho: son democracias constitucionales.

¿Son las constituciones, pues, un límite al proceso democrático, al ejercicio del poder por parte del pueblo? Ciertamente, aquello regulado en las normas constitucionales es sustraído al poder de los parlamentos y, por tanto, las constituciones limitan el alcance de su poder. Ahora bien, tratándose de constituciones democráticas en absoluto puede afirmarse que todo ello sea en detrimento del poder del pueblo.

Es precisamente ese pueblo el que se ha dotado de una constitución con el objetivo de preservar algunos bienes básicos y limitar así la actuación de los poderes públicos para evitar que unas mayorías coyunturales caigan en la tentación de tomar decisiones que afecten a materias que deban ser consideradas básicas y, por tanto, sea necesario que su regulación goce de una estabilidad superior a la de las leyes ordinarias. Por ejemplo, si el Congreso y el Senado adoptan por mayoría -o aún por unanimidad- establecer la pena de muerte, ello no sería legítimamente democrático porque lo prohíbe la Constitución.

Hace ya bastantes años, Fiedrich Hayek señaló con agudeza que las constituciones son como la atadura que Pedro se impone cuando está sobrio para cuando esté ebrio. Más recientemente, Stephen Holmes ha justificado la necesidad de las constituciones comparándolas con la conocida imagen del cauto Ulises resistiéndose a los encantos de las sirenas para no desviarse del recto camino que debía conducirlo a Ítaca:

«Los ciudadanos necesitan una constitución de la misma forma que Ulises necesitó ser atado a un mástil. Si se permitiera a los votantes obtener lo que quisieran provocarían inevitablemente un naufragio. Vinculándose a sí mismos mediante reglas rígidas, se colocan en la mejor situación para conseguir metas colectivas sólidas y duraderas».

Las constituciones son, pues, ataduras para evitar decisiones poco meditadas o coyunturales. Ello no quiere decir, por supuesto, que las constituciones de hoy en día sean inmodificables.

Por el contrario, si los textos constitucionales no pudieran ser reformados las constituciones no serían democráticas ya que se impediría al pueblo ejercer su voluntad. En definitiva, en las democracias constitucionales las decisiones se aprueban por mayoría pero no todas las decisiones adoptadas por mayoría están legitimadas democráticamente: sólo lo son aquellas que, además, se adoptan de acuerdo con las normas previamente establecidas.

Volviendo a las preguntas del principio, de acuerdo con la Constitución y con el vigente Estatuto vasco, ni el llamado plan Ibarretxe puede ser aprobado sólo por una mayoría del Parlamento vasco, ni el lehendakari es competente para convocar un referéndum. Ibarretxe, pues, hace continuas invocaciones a la democracia pero no cumple con las normas, con las normas democráticas. ¿Es Ibarretxe un demócrata? Desde luego, no es un demócrata constitucional.

Francesc de Carreras, LA VANGUARDIA, 3/2/2005