¿Humillado?

Si se lee atentamente la fórmula sabiniana de juramento, repara en que ésta ignora olímpicamente a la ciudadanía que ha elegido al lehendakari para gobernar. El texto apela a Dios, a la tierra, a los muertos, al roble de Gernika, al cargo presidencial, pero no a la ciudadanía que ha emitido su voto. Menos teatro, menos humillación teológica y más buen rollo con los otros.

Dándole vueltas al natural y espontáneo rechazo que me despertó siempre esa fórmula con la que juraban el cargo los lehendakaris nacionalistas -el famoso ‘ante Dios humillado’- me doy cuenta de que lo que me repelía de ella no era lo que tenía de religiosa sino de teatral y de escondida soberbia, de paradójica altanería, de fe ostentosa y solipsista, de devoción inmisericorde y capaz de meterle un buen codazo al prójimo para arrodillarse ante el Santísimo en primera fila. Se supone que los políticos lo son para los ciudadanos, para mejorar la vida de éstos. Se supone que en ellos la obligación es antes que la devoción. Y ése era un juramento que miraba demasiado a Dios como para fijarse en el simple paisano que tenía al lado o -quizá a la inversa- es un juramento que mira demasiado de reojo al paisano, a la galería humana, como para fijarse de veras en la divinidad y en su mensaje de elevación espiritual.

Tanta humildad escénica para una ideología que, como la aranista, se destaca por la soberbia tribal y el orgullo racial resultaba ciertamente sospechosa. A lo largo de su vida, uno ha podido comprobar una y otra vez que los que se arrodillan muy histriónicamente ante Dios machacan al pobrecito vecino que tienen al lado y a menudo se arrodillan para eso, para legitimar los garrotazos cainitas que le dan al vecino. Si algo repugna a toda sensibilidad, pero más a la profundamente cristiana que a ninguna otra, es ese personaje hipócrita de manual que se acerca a comulgar con expresión beatífica después de haber hecho unas cuantas canalladitas al personal que tiene alrededor. En realidad esa actitud responde al clásico esquema mental del sátrapa. «Sólo Dios y la Historia podrán juzgarme», dice como si uno y otra le importaran.

Si uno se toma la molestia de leer atentamente la fórmula sabiniana, repara en que ésta ignora olímpicamente a toda la ciudadanía que ha elegido a ese sujeto para gobernar: «Ante Dios humillado; de pie sobre la tierra vasca; con el recuerdo de los antepasados; bajo el árbol de Gernika, juro cumplir fielmente mi mandato». Como se observa, el texto apela a Dios, a la tierra, a los muertos, al roble de Gernika, al cargo presidencial, pero a la sociedad contemporánea que ha emitido su voto que le den. Menos teatro, menos humillación teológica y más buen rollo con los otros. O con palabras del Nazareno: «Deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano».

Iñaki Ezkerra, EL CORREO, 11/5/2009