¿Sólo debe terminar ETA?

Se predica con ridícula simpleza que en política es aceptable sin más lo que no mata y tan sólo por no matar; que se pueden seguir invocando las razones por las que ETA ha matado, pero sin matar. Muchos entienden por democracia una mera técnica de adoptar decisiones, pero sin un principio que fije qué cosas deben hacerse y con qué limites.

Según los que saben de estas cosas, el final de ETA está próximo pero no es inminente. Y a uno le parece que ese retraso no sólo es bueno para que entretanto los partidos constitucionales se hagan fuertes en sus exigencias democráticas, sino sobre todo para que la ciudadanía más consciente fortalezca sus propias reflexiones. Pues importa entender la actual situación no sólo como momento final del terrorismo, sino más aún como momento determinante del futuro de nuestra convivencia y, por tanto, como ocasión de justicia.

En general los planteamientos de los partidos adolecen de puntos de vista limitados. Tienden a reducir las muchas dimensiones del problema a la sola jurídico-legal: la legalización o ilegalización de Batasuna, la precisa fórmula de condena de la violencia etarra, la situación judicial o carcelaria de sus líderes, etcétera. No hay lugar para una reflexión política y moral menos coyuntural y más honda. Descuidan asimismo calibrar las muy distintas exigencias que les corresponden a los protagonistas. Y eso es sumamente engañoso, porque difumina la especial responsabilidad que en esa violencia ha tenido el mundo abertzale en conjunto, tanto el radical como también el moderado; y porque, además, subestima el papel generalmente pasivo, cauteloso o complaciente desempeñado por la mayoría y la responsabilidad que por ello le incumbe.

El de ETA ha sido un terrorismo selectivo, que ha atentado principalmente contra quienes se les enfrentaban en razón de su profesión, cargo político o condena en el foro de la opinión. Semejante nota distintiva aconsejó a muchos acomodarse a lo que estaba mandado para evitar ser incluidos en esas categorías de riesgo. He ahí el consentimiento de tantos que se han conformado con ser simples ‘espectadores’ silenciosos. Ha sido también un terrorismo con significativo apoyo popular e indudable connivencia gubernamental. Y esto último obliga a señalar, junto a los asesinos, al círculo de sus colaboradores necesarios, a sus cómplices directos y a los más indirectos.

Se está hablando con acierto de que el final de esta pesadilla debe coincidir con una catarsis (o purificación) colectiva. Pero sería absurdo creer que pueda purificarse el mal como se dejen pervivir sus raíces. Por eso la reflexión no puede pasar por alto la amarga verdad de una sociedad enferma de creencias etnicistas, partida en dos mitades mutuamente recelosas (intolerante la una, blandamente tolerante la otra), sumida en la cobardía. No cabe pasar por alto el desdén nacionalista hacia el pluralismo político, el olvido durante décadas de víctimas, el relativismo cultural y moral de moda, la pregonada legitimidad de cualesquiera sentimientos públicos, etcétera. Habrá que subrayar en especial el clima imperante en el mundo abertzale, sobre todo el más arriscado, hecho de arrogancia tribal, ignorancia política, ideología reaccionaria, tiranía del grupo, xenofobia o racismo, matonismo, odio a lo español… Bastaría ojear el informe del Ararteko de 2008 para concluir que la nuestra tardará generaciones en rehacerse como sociedad de sujetos morales y de ciudadanos.

Toca desprenderse entonces de unos cuantos prejuicios teóricos que arrastran consigo muy serios riesgos prácticos. El primero, suponer que estamos ante un problema esencialmente criminal, y no político. Repitamos, pues, que los de ETA han sido crímenes políticos porque se han cometido en nombre de todos nosotros y con vistas a afectar nuestro futuro político, desde unos presupuestos ideológicos y con unas metas políticas. Por eso mismo el problema no se acaba con la simple disolución de la banda terrorista, sino que habrá de perdurar mientras sobrevivan esos presupuestos y esas metas que han llevado a la banda a matar. A esto se responderá que el final de ETA es algo referido nada más que a los medios violentos y no a los fines secesionistas. Es una torpe maniobra que prohíbe suspender todo juicio sobre los principios últimos y los objetivos del terrorismo, tal vez por lo mucho que coinciden con los propios. Pero resulta difícil esconder que los postulados y aspiraciones etnicistas han contribuido a animar, disculpar y hasta justificar esa violencia, a instalar la atmósfera acostumbrada de disimulo y miedo. De manera que se predica con ridícula simpleza que en política es aceptable sin más lo que no mata y tan sólo por no matar, que sin violencia cualquier proyecto, acción o palabra son legítimos. Esto es, como si aquí sólo estuviera en cuestión el derecho a la vida, y no también -en definitiva- el derecho a la igual libertad política de todos los ciudadanos. Defender la prevalencia (por razones raciales o lingüísticas) de una comunidad étnica particular sobre la ciudadana general o anteponer presuntos derechos colectivos a los individuales… es profundamente antidemocrático.

Con ello viene también la idea de que basta condenar la violencia para convertirse en un demócrata, así de fácil, que se puede querer lo mismo que ETA, pero sin ETA. Se pueden seguir invocando las mismas razones por las que ETA ha matado, pero sin matar. Y esto sólo se explica porque muchos entienden por democrático sencillamente todo lo que sea pacífico; y por democracia, una mera técnica de adoptar decisiones en los asuntos comunes, un conjunto de procedimientos para hacer las cosas públicas, pero sin principio alguno que fije qué cosas y cómo deben hacerse, desde qué condiciones y con qué limites… ¿O acaso creen que el fundamento, los requisitos y los límites del ejercicio del ‘derecho a decidir’, por ejemplo, son democráticamente indiscutibles?

Lo que ha durado cincuenta años no desaparecerá en uno. Pero aquellas actitudes y creencias, estos prejuicios y conductas, deben siquiera empezar a terminar a la vez que termina ETA.


(Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco y autor de ‘Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente’ [Alianza, 2010])

Aurelio Arteta, EL DIARIO VASCO, 1/12/2010