¿Una trampa saducea?

Se puede requerir a los promotores de Sortu que aclaren si el nuevo partido condena a ETA y los actos terroristas cometidos ya por ella. Podrían negarse a responder, pero esa conducta se les volvería en contra como indicio de intención fraudulenta.

La presentación a registro de los estatutos de Sortu, el nuevo partido político del nacionalismo radical hasta ahora proviolento, es un hecho relevante y significativo, tanto que debiera ser respondido por las instituciones democráticas con la inteligencia adecuada a la situación que plantea.

En efecto, por un lado, estos nuevos estatutos implican una modificación substancial de los planteamientos hasta ahora vigentes en el mundo del etnoterrorismo vasco. Se rechaza la violencia como medio de acción política, incluso la violencia que pudiera llevar a cabo ETA en el futuro. Se corta el cordón umbilical de dependencia de la política radical con el terrorismo y se admite francamente que cualquier cambio en el estatus político de Euskadi y Navarra debe ser fruto exclusivo de la voluntad democrática cotidiana de sus ciudadanos. En este sentido, el paso que están dando los radicales es positivo, es relevante, y es digno de ser bien acogido.

Ahora bien, ese paso es también cicatero y cauteloso: se ‘rechaza’ (el verbo ‘condenar’ está proscrito para estos candidatos a demócratas) la violencia de ETA, pero solo la futura e hipotética, nunca la efectiva ya ocurrida. Y, más importante aún, no se rechaza a ETA misma, como estructura coagulada de violencia que es en sí misma, sino sólo sus actos violentos. Con lo que se cae en la contradicción de defender un modelo de sociedad en el que ETA puede seguir existiendo, siempre que se mantenga inactiva aunque vigilante. Y es que el nuevo partido no quiere renunciar al relevante capital simbólico que constituye todavía para sus bases la historia de ETA y por eso se niega a condenarla o rechazarla. Pero es que, precisamente, en democracia no cabe usar de un capital simbólico que es en sí mismo opuesto a sus principios.

Ante esta realidad, que es a la vez democráticamente positiva pero tan insuficiente que puede rozar el fraude de ley, la peor postura que puede adoptar nuestra democracia es la de dejarse encerrar en un planteamiento reduccionista: el del sí o no. Es decir, el de legalizar o no legalizar, sin más alternativa, al nuevo partido. Es un planteamiento muy pobre porque toma como definitiva e inmodificable lo que no es sino una oferta inicial de los hasta ahora violentos (hasta Rufi Etxeberria ha dicho que «si hay que cambiar algo, lo cambiaremos»), una oferta a la baja que debería ser respondida en buena lógica con la exigencia de una mejora democrática de sus términos. Nuestro interés último, cómo no, es el de que ese mundo se legalice. Pero no de cualquier forma y a tan bajo precio. Se les puede exigir más.

El planteamiento reduccionista del sí o no, además, es una trampa para los demócratas, porque garantiza su desgarro a corto plazo: lo estamos atisbando ya en la esfera pública, la mejor manera de salir del desconcierto parece ser la de atizar al oponente político: acusar a los socialistas de pactos secretos con el terror (Mayor Oreja), o acusar a los populares de inmovilismo interesado (Eguiguren). Y dejar la patata caliente sólo a los tribunales es, además, abdicar de la responsabilidad de gestionar inicialmente algo que es político por naturaleza.

La política y el derecho son mucho más que callejones de una sola salida, son actividades capaces de crear claridad y consenso donde no existía antes. En este sentido, y con la Ley de Procedimiento Administrativo en la mano, es perfectamente factible responder hoy mismo a la solicitud de legalización con una petición previa de subsanación de defectos, unos defectos consistentes en la falta de claridad de determinados extremos de los estatutos presentados. El Ministerio del Interior puede requerir a los solicitantes que aclaren si, exactamente, el nuevo partido condena a ETA y condena los actos terroristas por ella cometidos en el pasado, precisamente esos actos cuya no condena por Batasuna (y otros) llevó en parte a su ilegalización. Puede requerirles para que aclaren si su ideología exige la desaparición real de ETA del modelo de sociedad que propugnan o es compatible con ella.

Naturalmente, podría suceder que se nieguen a responder a esas cuestiones alegando que no se trata en ellas propiamente hablando de defectos formales a subsanar, o que ya están respondidas en los estatutos, o que basta con ‘rechazar’ sin ‘condenar’, o cualquier otra salida de pata de banco. Podrían hacerlo, pero probablemente no lo harían porque ello sería tanto como incurrir en una conducta que se les volvería en contra como indicio de intención fraudulenta. Más probable es que, en este diálogo democrático, los recién llegados a la democracia se vieran forzados a conceder más de lo que hasta ahora nunca han admitido. Porque son ellos, no se olvide nunca, los que están urgidos por la necesidad. No la democracia española.

Y además, en último término, ¿qué perdemos con probarlo?

(Juan José Solozabal, Javier Corcuera y Alberto López Basaguren son catedráticos de Derecho Constitucional. José María Ruiz Soroa es abogado)

J. J. Solozabal, J. Corcuera, A. López Basaguren y J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 12/2/2011