12 de julio de 1997, cuando hicimos lo que Arzalluz nos aconsejaba

EL CONFIDENCIAL 11/07/17
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS

· Por primera vez observé en las calles de Bilbao a ciudadanos anónimos con lágrimas en los ojos y escuché en las calles de la capital de Vizcaya el silencio fúnebre de una sociedad consternada

El 12 de julio de 1997* —mañana hará 20 años—, el que este texto suscribe era director de ‘El Correo’, el primer diario del País Vasco y uno de los de mayor difusión y audiencia de España. Viví el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco con una ansiedad nunca antes sentida, porque se percibía de modo irremediable la brutalidad del crimen del joven concejal del PP de Ermua. Por primera vez llevé a mis hijos, entonces muy pequeños, a la manifestación para reclamar su liberación, por primera vez observé en las calles de Bilbao a ciudadanos anónimos con lágrimas en los ojos, por primera vez escuché en las calles de la capital de Vizcaya el silencio fúnebre de una sociedad consternada, sobrecogida y anonadada. Por primera vez no sabía cómo tenía que escribir el editorial que publicaría mi periódico.

Veinte años antes —en junio de 1977—, la banda terrorista ETA asesinó también a Javier de Ybarra y Bergé en una zona boscosa próxima a Bilbao después de mantenerle cruelmente secuestrado durante un mes. Era entonces presidente del consejo de administración del periódico que yo dirigía en 1997. Y su espíritu estaba presente, aunque cuando los etarras martirizaron a Javier de Ybarra, no hubo manifestaciones, ni ‘espíritus ciudadanos’. Entonces se callaba. En enero de 1981, los terroristas también secuestraron al ingeniero jefe de la central nuclear de Lemóniz (Vizcaya), José María Ryan, y el 6 de febrero apareció asesinado, atado y amordazado en un camino forestal. Sí, hubo manifestaciones y hasta una huelga general, pero se inició la inicua década de los ochenta, los años de plomo, cuando aquellos forajidos asesinaban a mansalva y secuestraban cuando les venía en gana: en total, 10 secuestros con asesinato y otros 13 con tiros en las piernas, según me puntualiza el gran Florencio Domínguez, periodista al frente del Centro Memorial de las Víctimas.

El secuestro y asesinato habían logrado lo increíble: localizar en la sociedad vasca un rasgo común y definitivo de indignación contra los terroristas

Todas las víctimas fueron iguales, todas inocentes. Pero el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, tras el secuestro inhumano de Ortega Lara, habían logrado lo increíble: localizar en la sociedad vasca un rasgo común y definitivo (entonces no lo sabíamos) de indignación moral contra los terroristas, contra los que directamente les apoyaban, contra los que recitaban por lo bajinis “algo habrá hecho” ante el cadáver de una víctima, contra los que pedían “medidas políticas” para acabar con el terrorismo (es decir, contraprestaciones), contra los curas que escondían en las sacristías a los delincuentes, contra los obispos y sus melifluas cartas pastorales, contra el nacionalismo que recogía las nueces del árbol que sacudían los terroristas. El 12 de julio de 1997 se empezó a acabar toda la bazofia moral colectiva, ese silencio cómplice, ese lodazal ético en el que chapoteaba una parte importante de la sociedad vasca. Y nació el ‘espíritu de Ermua’.

Pero arraigó en muchos vascos un horror irreversible, un sentimiento de frustración insuperable, una desesperanza definitiva. Pensamos entonces que si la banda terrorista ETA era capaz de asesinar a Miguel Ángel Blanco con una crueldad matarife, ya no merecía la pena seguir allí, más aún cuando poco más de un año después (septiembre de 1998) el PNV, Herri Batasuna, los sindicatos nacionalistas y el entorno etarra se reagrupaban en el llamado Pacto de Estella, cuyo objetivo no era otro que tratar de salvar la hegemonía del nacionalismo en el País Vasco después de la reacción popular tras el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco.

El 12 de julio de 1997, muchos vascos decidimos que nos exiliábamos de nuestra propia tierra, que no era posible educar a nuestros hijos en una sociedad que había consentido un monstruo terrorista como era ETA, que, españoles por vascos, debíamos hacer exactamente lo que nos aconsejó Xabier Arzalluz que hiciéramos. Nos dijo: “Idos, idos, que ancha es Castilla”. Nos abrió la puerta y, sí, entonces, salimos, y salimos a manta de Dios y nos vinimos a Madrid, a Valencia, a Sevilla, a La Coruña, a Canarias. Declinamos en aquel julio de 1997 toda esperanza de poder ser ciudadanos en plenitud en nuestra propia tierra. Pensamos entonces que si la barbarie de ETA era capaz de perpetrar aquel horrendo crimen —después de haber cometido tantos otros sin cansancio ni conmiseración—, nuestro país no tenía futuro. No pudimos intuir aquel malhadado 12 de julio que tendrían que pasar todavía muchos años, más crímenes, provocar más huérfanos, más viudas y más padres inconsolables, antes de que la banda, carcomida por su vesania, dijese que dejaba de matar y que dejaba las armas.

Que nadie se engañe: hicimos bien en emigrar, en dejar de ser judíos en tierra de exterminio social y de riesgo mortal, porque todavía se regatea a Miguel Ángel Blanco —con argumentos supuestamente equitativos— el homenaje que merece por su sacrificio y por lo que significó su sacrificio. Siguen aún en el País Vasco y en Navarra —con honrosas excepciones— las mismas euforias de los ‘bildutarras’ y algunas insoportables ambigüedades. Son estas excrecencias restos del oprobio del 12 de julio de 1997. De hace 20 años, cuando tantos y tantos decidimos el exilio interior y encontramos en él —sí, Arzalluz, ‘ancha es Castilla’— la libertad y la ciudadanía que ETA, con tantas complicidades, nos negó. Honor a las víctimas y honor a Miguel Ángel Blanco.