El Correo-RAÚL LÓPEZ ROMO Historiador. Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo

Como el terrorismo de ETA interpelaba a la sociedad vasca, el yihadista interpela a la musulmana: los violentos dicen actuar en su nombre, por eso es indispensable una respuesta contundente

En la Grecia antigua se consideraba que el bárbaro era el extranjero, el que hablaba otra lengua y habitaba más allá de las fronteras. Hoy el mundo está más conectado que nunca, pero en cierto modo aquel poso persiste: tendemos a contraponer civilización y barbarie, y a concebir la primera como el marco en el que se desarrolla nuestra vida y la segunda como la actuación de unos sujetos en los que no nos vemos reconocidos en absoluto. No quiero ser alarmista porque son una minoría; no obstante, hay que constatar que los bárbaros están entre nosotros o, en otras palabras, se radicalizan en ambientes que no nos son ajenos. ¿Quién es hoy un bárbaro? Tzvetan Todorov lo resumió con claridad: es precisamente aquel que trata al ‘otro’ como si fuera un bárbaro, no como un ser humano igual, y, por tanto, piensa que está ante un individuo extirpable del cuerpo social.

Externalizar el mal, colocarlo fuera de la sociedad, es artificioso, pero puede resultar consolador. El 11 de marzo de 2004, una célula vinculada a Al Qaeda hizo explotar varias bombas en trenes de Cercanías de Madrid, causando 193 víctimas mortales y 2.000 heridos. Cuando aún pensaba que los ataques eran obra de ETA, el lehendakari Juan José Ibarretxe aseguró que los autores «no son vascos, son alimañas». Sabemos que ETA no tuvo nada que ver con aquella masacre, pero cualquier otro episodio sangriento de su larga trayectoria criminal tampoco serviría para ocultar su ideología nacionalista o su lugar de origen. De hecho, los etarras se creían los vascos más puros y genuinos, frente a los ‘españoles’, a los que señalaban como fuente de todo agravio. Su fanatismo queda resumido ahí. Si no exponemos ese pensamiento dicotómico en toda su crudeza, sin eufemismos, no entenderemos a qué extremos puede llevar el odio al diferente que sienten algunos de nuestros vecinos.

Justo hace un año, tras la masacre de Barcelona y Cambrils, provocada por otra célula yihadista, esta vez ligada al Estado Islámico, surgió un lema que era una muestra de voluntarismo más que un reflejo de la realidad: ‘no tinc por’ (no tengo miedo). Se puede debatir en qué medida, pero está claro que el terrorismo consigue intimidar. Asimismo, más allá de las consecuencias directas de los atentados, como dice Antonio Rivera, existe «miedo a comprender» las causas y los efectos de un fenómeno que sacude los cimientos de nuestras sociedades de una manera tan brutal, miedo a descubrir que no hay motivos que justifiquen los tiroteos o los atropellos masivos. A menudo buscamos culpables genéricos: la pobreza, la falta de integración, el colonialismo, cuando lo que hay detrás es un intento de imponer un proyecto político determinado, eligiendo para ello un pretendido atajo: la fuerza. El verbo elegir no está colocado ahí al azar.

Tras los atentados del verano de 2017 volvieron a aflorar las declaraciones que aseguraban que los terroristas «no son musulmanes», o que «esta gente no representa a la religión». Estas afirmaciones se parecen como dos gotas de agua a la citada de Ibarretxe o a otras expresiones candorosas, como «no son vascos, son terroristas». Naturalmente, no hay que confundir el todo con la parte. Pero, primero, es muy discutible la pertinencia de lanzar este tipo de proclamas en el momento posterior a la matanza. Es razonable pensar que entonces hay otras prioridades, como denunciar a los agresores o arropar a las víctimas. Y segundo, hay que tener presente que el terrorismo de ETA interpelaba a la sociedad vasca de la misma manera que el yihadista interpela a la comunidad islámica: los violentos dicen actuar en su nombre, por eso es indispensable una respuesta contundente, que no siempre llega.

Ahora bien, no solo echamos ‘balones fuera’ al referirnos a los perpetradores. A veces las víctimas también resultan incómodas. Durante largo tiempo, las mismas carecieron de voz en el espacio público. Fueron olvidadas por las instituciones y por la sociedad. Aunque hoy no ocurre lo mismo, sigue habiendo actitudes que denotan que preferimos mantenerlas mental y físicamente lejos, o acercarnos solo a aquellas que piensan similar a nosotros. Hay víctimas que hablan de perdón y reconciliación. Otras guardan un profundo resentimiento hacia los terroristas por el terrible daño que les causaron. Por su parte, Antoine Leiris perdió a su mujer en el atentado de la sala Bataclán de París, en noviembre de 2015, y escribió un libro titulado ‘No tendréis mi odio’. Se podrían poner otros muchos ejemplos. Ante esta diversidad de voces no se trata de escoger aquella que nos agrada más, descartando de plano las otras o tachándolas bien de ‘blandas’ bien de ‘extremistas’. Cuando habla una víctima del terrorismo lo que toca es facilitar que se exprese en libertad y escuchar con respeto, se comparta o no lo que vaya a decir. Eso no significa darles la razón automáticamente. Significa acompañarlas, tomando en serio sus demandas de verdad, justicia, dignidad y memoria. Porque todas las víctimas del terrorismo son radicalmente ‘de los nuestros’. Si recordamos su significado político (con ellas, intentaron acabar con el pluralismo) y su ejemplo cívico (ninguna tomó la justicia por su mano), situaremos a las víctimas del terrorismo no en la (equi)distancia, sino en la base del Estado de Derecho.