Bernard-Henri Lévy-El Español 

La suerte está echada y, sea como fuere, pronto sabremos si esta disolución de la Asamblea Nacional es un acto suicida, si es una apuesta loca, una tirada de dados que no abolirá la necesidad de pasar por las urnas, y si su autor, como leo en todas partes, es un kamikaze, Eróstrato jugando con fuego, Maquiavelo… o si, por el contrario, tiene razón y ha sabido responder al momento histórico con un gesto político a la altura del abismo que se abrió bajo nuestros pies el pasado domingo.

A mi juicio, las cosas están claras.

Estamos viviendo una ola populista que, elección tras elección, en Francia y en otros países, lleva décadas creciendo. A veces las urnas ponen en su sitio a los estridentes antisemitas de la banda de Mélenchon, aunque sea temporalmente.

Otras veces disciplinan a ese otro globo fatal, el de la banda de Le Pen, lleno de tanta bilis e inmundicias como los globos que lanza Kim Jong-un sobre Corea del Sur, que, contando a su clon mariscalesco, se acerca al 40% del cuerpo social.

Y ante este recrudecimiento, había dos actitudes posibles, sólo dos y ni una más.

La primera: enterrar la cabeza cual avestruz.

Deme tres años más, señor verdugo.

Pasarán los amigos de Kim, Bashar y Putin; lo hemos asumido, pasarán; pero no por mí, por favor; esta vez no, se lo ruego; es como la espiral de la deuda, la burbuja del mercado especulativo, el tifón previsto e inexorable, el Titanic yendo directo hacia el iceberg, la patata caliente. Sabemos que va a estallar, pero le rezamos al Dios del trueno para que tenga la bondad de que el rayo parta al que venga después.

La segunda: hacerle frente.

Coger por fin al toro por los cuernos, cuernos como los del toro del Edad de hombre de Michael Leiris o la propia «bestia del acontecimiento», al decir de Macron (quien, cuando dijo esto, estaba pensando en pandemias, el retorno de la guerra a Europa y la embestida del populismo).

Así, la disolución de la Asamblea se torna una pregunta dirigida a esa Francia que duda, que ha perdido el norte y que parece, como de costumbre, resignada a su extraña derrota. ¿Realmente desean ustedes lo que desean?

¿Realmente quieren tener a esos incompetentes, a esos irresponsables, a esos tontos útiles de Rusia, a esos demagogos, a estos viejos gudardos, de la organización estudiantil de extrema derecha, a esos xenófobos de toda la vida, a esos herederos de un partido que dice haber cambiado, como quien se cambia de camisa, con respecto a la cuestión existencial del antisemitismo?

¿De verdad que han entrado ustedes, uno por uno, en las cabinas de votación de la República, para decir «quiero vivir una época antiliberal, reaccionaria, racista»?

«Quiero una época punitiva, marcada a fuego con el resentimiento, la guerra social y el odio. Quiero amos y cadenas, garrote y látigo. Quiero que se acabe ese sueño de lo que ha sido Francia, desde los capetianos hasta De Gaulle, desde las revueltas campesinas a las revoluciones, desde los trovadores hasta los surrealistas».

¿Es eso lo que quieren?

Si es así, las cosas son bien sencillas: voten a Le Pen y a Bardella; resígnense a su incompetencia, a su alma vulgar, a su incapacidad, a su vacuidad, a su plétora de candidatos, demasiados para que los hayan podido maquillar a todos; sigan, ya de paso, repitiendo, como papagayos, que todo es culpa de Macron, el Júpiter que creíamos ave fénix, pero que no era más que una efímera polilla, condenado a arder bajo la mirada de sus adversarios, tras batir sus alas durante un breve amanecer.

Y el día de mañana, como reacción, en el barco de borrachos en el que se habrá convertido nuestro país, voten a los falsos insumisos, a esas gentes gritonas y revitalizadas de la Francia Insumisa.

Si no, también es muy sencillo; ya ni siquiera es confuso, inextricable, vertiginoso, etcétera, es bien sencillo: cada cual asume su parte de responsabilidad en este lento desastre; nos dejamos estar de idioteces políticas que fechan ayer o anteayer la descomposición de un pueblo que, desde hace demasiado tiempo, tiene metido en la sangre el lento veneno de dos populismos gemelos, igualmente nihilistas y que apelan, de modo simétrico, a los peores instintos de las sociedades.

Y entonces, dentro de tres semanas, millones y millones de nosotros vamos y decimos no algo del tipo «cielo o infierno, poco importa», sino que vamos y decimos «izquierda socialdemócrata, centro, derecha moderada, qué más da, siempre que no optemos por la muerte garantizada, sino por la supervivencia y el resurgimiento».

No es al soldado Macron a quien hay que salvar, ya que es el único cuyo programa político se detiene.

A quien hay que salvar es al soldado República, al soldado Francia, porque estamos a punto de ver, casi un siglo después de Vichy, y por primera vez en las urnas, a la extrema derecha tomar el control de la Asamblea Nacional y del Elíseo.

Francia se ve obligada a entrar en la Historia.

Se ve obligada a hacer una radiografía de su alma, a poner en orden sus intenciones larvadas, a tomar partido.

Más allá del inevitable tumulto y del alboroto, en el fortissimo de este concierto de tristes pasiones caldeadas hasta llegar a punto de ebullición, a lo que estamos llamados todos y cada uno de nosotros es a un momento de seriedad, de suspensión de las bajezas y los cálculos, a un ejercicio del pensamiento sincero.

Es un momento terrible.

Pero es un momento para la verdad.