A pesar de la nieve

JOSEBA ARREGI, EL CORREO – 03/01/15

Joseba Arregi
Joseba Arregi

· Se tiende a equiparar a todas las víctimas para que el Holocausto pierda su significado de aviso y advertencia ante la xenofobia y la denigración del otro.

Quien firma estas líneas ha pasado las fiestas de Navidad y el fin de año en el entorno del lago de Constanza, por razones familiares. Aunque no se esperaban unas navidades blancas, el segundo día de Navidad comenzó a nevar y las temperaturas descendieron bruscamente hasta los 18 grados bajo cero. La nieve caída, y la que continuó cayendo durante tres días, quedó helada, de forma que su blancura se mantuvo.

Todo el entorno del lago de Constanza es un lugar de cultura desde la prehistoria, entro otras cosas porque es un lugar de paso, de encuentro, de múltiples pertenencias –por ejemplo la localidad de Stockach, en la zona volcánica del Hegau, fue hasta 1805 austríaca, y desde entonces alemana–, y la historia ha ido dejando muchos testimonios materiales.

Un ejemplo es la pequeña ciudad de Ravensburgo, conocida para los aficionados a los puzles por ser el lugar en el que se producen los más conocidos, aunque su industria se extiende también a otros campos, como la mecánica fina y la informática. Hoy en día no quedan del castillo que dominaba la pequeña ciudad más que unos pocos restos, aparte del nombre que recibe y que se deriva del santo que daba nombre a la capilla que cobijaba: San Vito, Veithsburg.

En esa fortaleza se cruzan en la Edad Media la dinastía de los Stauffer –y stauffer era por ejemplo Federico Barbarroja– y la dinastía de los Habsburgo. Junto a esa fortaleza, a partir de un punto mucho más bajo, los ciudadanos de Ravensburgo construyeron, a finales del siglo XV, una torre de más de cincuenta metros para hacer frente al representante de los señores que trataban de controlar la ciudad. Esa torre se denomina Mehlsack –saco de harina– por su forma redonda. La cima de la torre se encuentra casi a la misma altura de la fortaleza, actualmente desaparecida.

La torre Mehlsack es símbolo de la ciudad de Ravensburgo no sólo por representar la voluntad de libertad de sus ciudadanos –Ravensburgo era una de las ciudades libres imperiales que había en Alemania–, sino porque esta pequeña ciudad es conocida como la ciudad de las torres. Se diría que sus habitantes se pasan el día mirando hacia lo alto tomando medida a las muchas torres que la caracterizan y que se encuentran entre la torre por la que se entra viniendo del Este, de Múnich y del Allgäu –la Obertor–, y la torre por la que se entra viniendo del Oeste –la Untertor–. Dentro del espacio marcado por ambas puertas se encuentran distintas torres que dan a la ciudad un configuración particular, en la que destaca la Marienplatz y el edificio del Ayuntamiento, de carácter gótico tardío.

Pero hay algo que, a pesar de esa direccionalidad hacia lo alto que fuerzan las muchas torres de la ciudad, obliga a dirigir la mirada hacia abajo. Como es típico en muchas ciudades alemanas que conservan núcleos medievales, las calles son de adoquines, y hoy en día están transitadas sólo por peatones y algunos autobuses de servicio público. Y lo interesante para la mirada obligada hacia abajo es que entre esos adoquines, en lugares determinados, se encuentran unos adoquines que no son de piedra, sino de bronce. En estos adoquines de bronce están escritos los nombres de los judíos que fueron arrancados, en el lugar marcado por el adoquín, de su vida diaria, de la comunidad de los humanos, para ser trasladados a los campos de concentración, y, sobre todo, a los campos de exterminio, lugares que están más allá de la frontera de la humanidad, para los que allí fueron exterminados, y para los que allí perdieron como verdugos cualquier traza de humanidad, aunque estos últimos puedan recuperar algo de lo que perdieron por su actividad.

Cada nombre es un esfuerzo por devolver a cada persona así expulsada de la comunidad de los humanos al seno de ésta por medio de la memoria. No se les puede devolver la vida, ni al pueblo al que pertenecían, causa de su exterminio, se le puede devolver la consecuencia del genocidio perpetrado contra él. Pero se les puede, en la memoria, volverlos a colocar en el centro de la humanidad perdida por todos.

Hay otras víctimas a las que, mucho después de la aceptación por la sociedad y las instituciones políticas alemanas de su culpabilidad y responsabilidad en el Holocausto, se trata de otorgarles el valor de la memoria: son las víctimas de la expulsión que sufrieron a manos de las tropas soviéticas a raíz de la derrota alemana los millones de alemanes expulsados de Pomerania, de Masuria, de Prusia oriental, de la Bukowina, de Silesia y de la tierra de los Sudetes en Chequia. En esas expulsiones murieron cientos de miles de alemanes. Pero para poder otorgarles el valor de la memoria ha sido necesario, primero, establecer con claridad y rotundidad la responsabilidad alemana en el Holocausto. Y segundo, distinguir con claridad unas víctimas de otras, sin negar a ninguna su dignidad de víctima, pero sin caer en una mezcla anuladora de cualquier sentido para la historia y para la memoria: esta anulación supondría la esterilización del significado de las víctimas en cuanto tales.

En esta visita a Ravensburg no he podido leer ninguno de los nombres que jalonan las calles céntricas de esta pequeña ciudad a causa de la nieve, pero a pesar de ello he tratado de cumplir con mi obligación de recordarlos a todos ellos y contribuir, de forma muy humilde, a devolverlos tras la muerte y la degradación impuesta a la comunidad de los humanos.

Mientras tanto siguen los problemas con el proyecto de instaurar un museo regido por una fundación para las otras víctimas, porque en ese esfuerzo parece que siempre quiere colarse una especie de justificación de lo acontecido basada en aquello de ‘todos fueron culpables, todos cometieron atrocidades’, o de equiparar, al menos, a todas las víctimas, para que el Holocausto pierda su significado de aviso y advertencia ante toda xenofobia y denigración del otro, del distinto, del diferente, de los otros.

JOSEBA ARREGI, EL CORREO – 03/01/15