Acosos

ABC 21/04/13
JON JUARISTI

Urge que el principal partido de la oposición condene sin paliativos el acoso callejero a los diputados del PP

SERÍA lamentable que el PSOE desoyera las voces que, desde la izquierda, se han levantado contra la práctica del acoso callejero a los diputados del PP. Son pocas, pero autorizadas, y entre ellas yo destacaría el artículo de Patxo Unzueta en la Cuarta de ElPaís del pasado jueves («Escraches: un problema de democracia»). Transcribo, con permiso del autor, un par de frases del último párrafo: «Ya hay sectores que contraponen la legitimidad inmanente que atribuyen a la protesta radical, a la emanada de las urnas. Y ha dejado de ser inverosímil la extensión de esos métodos coactivos a cualquier colectivo y en relación a cualquier problema».

Uno de los principales motivos de la ceguera del principal partido de la oposición ante el ascenso del escrache se halla, sin duda, en su innegable participación en el origen de dicho fenómeno, porque, aunque la palabra con que se lo denomina es de importación reciente, la práctica se remonta al 13 de marzo de 2004, cuando las sedes del PP en varias ciudades españolas fueron cercadas por multitudes vociferantes entre las que no sólo se encontraban militantes sino cargos electos socialistas. Como se recordará, en plena jornada de reflexión previa a las elecciones legislativas del día 14, Rubalcaba trivializó públicamente los acosos, atizando de paso la animosidad desatada contra el gobierno de Aznar. Ese día, la izquierda en su conjunto cruzó la línea que separa la democracia de la coacción demagógica, y todavía sus dirigentes carecen de voluntad o de arrestos para iniciar el viraje.

A la izquierda le fascina la escenificación de la furia plebeya, no sólo por estética. Siempre ha visto en las explosiones de indignación, más o menos espontáneas, oportunidades para forzar los cambios que las urnas le niegan, y, por tanto, se apunta a cualquier bombardeo con la esperanza, ilusoria las más de las veces, de encauzar las movilizaciones y dotarlas de una dirección política. Pero hay tigres especialmente difíciles de cabalgar, y éste de los escraches lo es de una forma muy evidente. Ante todo, por su sesgo claramente antipolítico. El hecho de que coincida en el tiempo con una oleada de protestas sindicales no debería llevar a confundir el carácter de unos y otras. Es lógico que el partido del Gobierno no esté en condiciones óptimas para discernir las diferencias, porque todas las movilizaciones van dirigidas contra él, pero en una oposición que se autoproclama democrática la confusión es difícilmente justificable.

Los escraches no son una expresión de nazismo ni de comunismo, pero, en la medida en que impugnan radicalmente el orden democrático, favorecen las opciones totalitarias, y no el deslizamiento hacia un «anarquismo disolvente» al que se ha referido Felipe González. Ya son anarquismo y disolución, antiparlamentarismo rabioso. Es curioso que la «memoria histórica» de la izquierda, en particular la del PSOE, funcione tan mal a este respecto, cuando el escrache más sonado de la II República se lo montaron a Prieto en Écija los chavales de las Juventudes Socialistas bolchevizadas, el 1 de junio de 1936, en medio de una primavera de acosos a políticos, de derecha e izquierda, y sobre todo, como testimonió Unamuno, a jueces. Dictar sentencias y hacerlas cumplir se convirtieron en funciones poco menos que imposibles en los meses que precedieron a la guerra civil. El escrache no es una inofensiva forma minoritaria de protesta. Es una fase en la escalada hacia el colapso institucional de los poderes del Estado. Algún piloto de alarma debería haberse encendido ya en los cerebros de los dirigentes del PSOE, aunque quizá sea excesivo pretenderlo.