Adolfo, la leyenda

EL MUNDO 25/03/14
SANTIAGO GONZÁLEZ

El pueblo español tenía hambre de leyenda, lo que quizá explica tanto obituario adelantado al hecho biológico. Ahora, que ya tiene nombre de aeropuerto, como Bernabéu de estadio, Adolfo Suárez ha dejado la historia para ser leyenda. «Esto es el oeste, señor, y cuando los hechos se convierten en leyenda no es bueno imprimirlos», le decía el director del Shinbone Star al senador Stoddart en El hombre que mató a Liberty Valance.

Aquí hace ya mucho tiempo que los hechos son leyenda, pero ahora que la Transición está en manos de Évole, corremos el peligro de que el relato se nos deslice peligrosamente hacia el mockumentary, a ver si no para qué nos inventamos la memoria histórica.

Nunca tuvo un gobernante tantos y tan graves desafíos, y todos al mismo tiempo. Varias clases de terrorismos: milis, polimilis y autónomos, Grapo, extrema derecha y algunas incursiones del terrorismo internacional. Concitó el odio de los partidarios de la dictadura en general y militares golpistas en particular, que daban a conocer con periodicidad lo que en la época se llamaba estado de opinión de los cuarteles. También de los obispos –que jamás pudieron perdonarle la ley del divorcio–, nostálgicos del franquismo, banqueros relevantes y representantes de una derecha liberal que siempre le consideraron arribista y parvenu. Y estaban, en fin, más que nadie, y en primera fila, sus queridos compañeros de partido.

Mas cree que con Adolfo Suárez ya habría llegado y por eso se plantó en la capilla ardiente a dar el pésame a los familiares y a compararse con el difunto. Ya se había medido con Gandhi, Moisés, Luther King; incluso con Mandela, que era negro. Debía de pensar que uno de Cebreros era mucho más asequible, incluso un acto de modestia por su parte.
Error. A él le cuadra mejor Moisés, el líder que extravió a su pueblo por el desierto durante 40 años. También Artur Mas está condenado a vagar y no llegar a la tierra prometida. Compárese con la eficacia y la rapidez con la que Adolfo Suárez dispuso los mimbres de la reforma y dio pasos importantes. En los seis meses de 1977 comprendidos entre abril y octubre, se produjeron: la legalización del PCE el 9 de abril, primeras elecciones el 15 de junio, la vuelta de Tarradellas 12 días después, la Ley de Amnistía el 15 de octubre y los Pactos de la Moncloa el 27 del mismo mes.

Todo el mundo barre para casa, hasta en los funerales. Los comunistas de hoy, que renuncian a la cuota que les corresponde en la consecución de la amnistía, consideran que Suárez aprobaría las marchas de Willy Toledo. Margallo considera que trataría el tema catalán como lo está haciendo Rajoy, mientras ERC no ha acudido a la capilla ardiente por ser un acto del Estado español.

Adolfo Suárez fue un líder pundonoroso y cumplidor, el último de los tres españoles que no se agacharon al oír los gritos del teniente coronel Tejero la tarde del 23-F: el teniente general Gutiérrez Mellado salió de su escaño para hacer frente a la tropa insubordinada, mientras Carrillo fumaba en su escaño, pensando que llegado el caso, tirarse al suelo no le salvaría la vida. Vimos a un teniente coronel tratando de doblegar inútilmente a un anciano enteco y salir a Suárez de su escaño para hacer frente al golpista.

Era un presidente de salida en la sesión de investidura de su sucesor, pero fue presidente hasta el final, tal como lo contó el ujier Antonio Chaves, testigo de gran parte de la conversación que tuvo lugar entre el presidente y el golpista, con éste apuntándole con la pistola. Suárez le ordenó: «¡Cuádrese!». Los reflejos de Tejero se aflojaron, se desconcertó y se fue. Tenía sentido de la responsabilidad, de la dignidad, y capacidad para llegar a acuerdos. Es más de lo que puede decirse hoy de la mayoría. Quizá sea sólo una leyenda.