Albert y el eco

ABC 12/02/16
LUIS VENTOSO

· Cien años después, de nuevo Einstein tenía razón

CONFIESO que la primera vez que oí hablar de «ondas gravitacionales» fue en una canción del siempre esotérico Battiato. Añado que soy un tarugo para la física, que en el cole se tapaba con la libreta cuando el profe pedía el resultado de uno de aquellos problemas que nos hacían sudar frío: «Si un tren sale a las 16.15 y el otro…?». Concluyo el introito añadiendo que mi primera aproximación a la Teoría General de la Relatividad llegó con «El Planeta de los Simios». Como tantos niños de mi generación, intuí que el tal Einstein, ese sabio coñón que gastaba melena y jersey deportivo y echaba la lengua en las fotos, debía de haber descubierto algo realmente gordo, pues había que echarle mucha imaginación para explicar que Charlton Heston despegase en el presente en una nave espacial y apareciese en el futuro vestido de Tarzán, subyugado por los monos y topándose con la Estatua de la Libertad enterrada en una playa y descangallada.

Pero, aun siendo un berberecho en física, festejo que un observatorio haya captado las ondas gravitacionales de Einstein (y de mi admirado Battiato), el eco del choque de dos agujeros negros, confirmando así la hipótesis de hace cien años del físico judío-alemán (luego estadounidense refugiado en Princeton).

Ayer palidecimos con las ondas gravitacionales del Ibex e imaginando cómo harían frente a ese torbellino Los Picapiedra, el flamante Gobierno de Pedro y Pablo y su programa económico del cuaternario. En este momento un poco incierto del planeta, la noticia de Einstein trae una chispa de optimismo: siempre hay esperanza, porque la capacidad creativa del ser humano bate toda expectativa. En 1902, con 23 años, Albert encontró un empleo burocrático en la Oficina de Patentes de Berna. Atrás quedaban su infancia rara (no habló hasta los 3 años) y su fracaso escolar. Un tipo físicamente torpón, moroso en sus respuestas verbales, que no empezó a mostrar su mano para las matemáticas hasta los 16. Pero su cabeza era una bomba (más tarde incluso atómica). En 1902 no había ordenadores. Ni la noble orden del investigador-funcionario adicto al turismo congresual. Todo lo hizo con la fuerza de su cerebro y su esfuerzo particular, abismado en sus mundos de tiza y sus libretas. Alguna vez estuvo a punto de ser atropellado mientras paseaba el carrito de su primogénito, medio ido en sus ecuaciones. En 1915, ese hombrecillo de complexión pícnica y pelos rebeldes, olvidado en una oficina suiza, publica la Teoría de la Relatividad y muda la concepción del universo como quien le da la vuelta a un calcetín. El mayor genio desde Newton. Y un gran tipo: humorista, demócrata, pacifista, antirracista y antinacionalista, un socialista honesto, que alertó del reverso oscuro («puede llevar a la completa esclavitud del individuo»), violinista enamorado de la música, que cuando es sublime semeja las matemáticas de Dios. Agnóstico –«no concibo un Dios que premia y castiga a su creación»–, pero nunca ateo, porque «existe un espíritu superior que se revela en los detalles». ¿Un santo? Tampoco. Solo hombre, que lamentó haberse equivocado con La Bomba y haber maltratado a su primera mujer. Eso sí: uno de los mejores hombres.