Patxo Unzueta-El País

Muchos españoles de ideologías diferentes vieron en esa ley un pacto de convivencia entre ganadores y perdedores de la Guerra Civil

Los partidarios de la reforma de la Ley de Amnistía de 1977 invocan razones técnico-jurídicas, como la necesidad de adaptarla a tratados internacionales, pero su defensa política se apoya en argumentos simplistas y más bien demagógicos. Así, la portavoz de Unidos Podemos dejó dicho en el pleno del Congreso del pasado día 19 sobre la reforma propuesta que, si bien la ley tenía de entrada la finalidad de exonerar a presos y exiliados antifranquistas, acabó amparando también los delitos del franquismo, “igualando a víctimas con verdugos, a torturadores con torturados y al fascismo con la democracia”.

La reforma planteada consistía en añadir a la ley un artículo que exceptúa su aplicación a “delitos de genocidio, lesa humanidad, delitos de guerra y otras graves violaciones de derechos humanos”. Pero sus patrocinadores invocaron para justificarla razones ideológicas, como la necesidad de poner fin a la “excepcionalidad de que España sea el único Estado europeo que tras sufrir el fascismo ha aprobado leyes que garantizan la impunidad de sus crímenes”. La iniciativa no prosperó sobre todo por la oposición del PSOE, cuyos portavoces argumentaron que aprobar la reforma supondría quebrar una base esencial de la reconciliación que hizo posible la Transición.

En el tiempo de su aprobación, octubre de 1977, cuatro meses después de las primeras elecciones democráticas, muchos españoles de ideologías diferentes vieron en esa ley un pacto de convivencia entre ganadores y perdedores de la Guerra Civil.

En palabras de Julio Jáuregui, negociador del PNV en Madrid, se trataba de perdonar y olvidar “a los que mataron al presidente Companys y al presidente Carrero, a García Lorca y a Muñoz Seca, al ministro de la Gobernación Salazar Alonso y al ministro de la Gobernación Julián Zugazagoitia, a las víctimas de Paracuellos y a los muertos de Badajoz”.

Esa visión, que partía de considerar la Guerra Civil como un fracaso colectivo y no solo la interrupción por los golpistas de un prometedor proyecto encarnado en la Segunda República, era compartida entonces por la gran mayoría de los partidos y de sus votantes, pero hacia el cambio de siglo comenzó a ser puesta en cuestión por la generación siguiente a la que protagonizó la Transición. En octubre de 2008, el auto del juez Baltasar Garzón proponiendo abrir una investigación judicial sobre los crímenes del franquismo y la anulación retrospectiva de los juicios contra militantes antifranquistas celebrados durante la Dictadura provocó una desagradable polémica en la prensa española en la que se llegó a equiparar la Ley de Amnistía con la de punto final de Argentina y a proclamarse que había habido un pacto de silencio sobre el franquismo, que había lastrado con un cierto déficit democrático al sistema político español. Algo que fue acogido con más entusiasmo por quienes carecían de un pasado antifranquista que por muchos de los que lo tenían.

Con la paradoja de que quienes nada habían hecho contra Franco pasaron a reprochar a los que hicieron “lo que pudieron” por no haber hecho “lo suficiente para evitar que Franco “muriera en la cama”, como literalmente tuiteó una joven que polemizó en la Red con el periodista Juan Cruz, a quien consideraba incapacitado como interlocutor por su pertenencia a la generación que consintió ese desenlace.