IGNACIO CAMACHO-ABC

Cuando las creencias prevalecen sobre las ideas, el pensamiento libre queda subsumido en una observancia ciega

UNA de las características más lamentables del procés es el éxito con que los dirigentes independentistas menosprecian la inteligencia de sus votantes. Los tienen tan abducidos que se sienten en condiciones de someterlos con la mayor impunidad a embustes e incoherencias de toda clase porque saben que se los aceptan con una docilidad sonrojante. El secesionismo se ha convertido en una secta, con sus fieles, sus gurús y sus profetas, y en esa comunión integrista la feligresía canoniza a sus líderes como mártires. Ante el fracaso patente de la revuelta de octubre, el autoproclamado pueblo cautivo exhibe unas tragaderas notables: lo mismo eleva a los presos a los altares que acepta como héroe a un fugitivo capaz de largarse por patas para evitar la cárcel. Fuera del fundamentalismo islámico no hay religión de tan complaciente obediencia a sus oficiantes.

  Este acatamiento acrítico, propio de una patología social sorprendente en cualquier sociedad moderna, resulta posible porque el nacionalismo no es una ideología sino una creencia. A partir del momento en que la fe prevalece sobre las ideas, la voluntad colectiva queda enajenada y el pensamiento libre delegado en la observancia ciega. Los pastores del rebaño gozan de plena indulgencia, conscientes de que su disciplinada parroquia va a aceptarles lo que sea. Decretada la superioridad moral de la causa emancipadora, los creyentes digieren consignas, órdenes y doctrinas sin la menor objeción contradictoria. Se trata de un fenómeno de subordinación intelectual asombroso en una de las comunidades teóricamente más instruidas de Europa. 

A partir de esta confianza preconcedida, la nomenclatura separatista no ha tenido reparos en darse a la apostasía. Los políticos procesados prometen respetar la Constitución con perfecta conciencia de que nadie les va a afear que abjuren por conveniencia del evangelio rupturista. Se sienten libres de reproche porque cuentan con la complicidad feudataria de una entrega sumisa. Y si se da el caso contrario, como el de Puigdemont, tampoco es susceptible de crítica; el victimismo de los suyos indulta su vergonzosa huida transformándola en una honorable, épica actitud de rebeldía. Hagan lo que hagan, ante su grey se van de rositas; están exentos de rendir cuentas porque los ampara una legitimidad teológico-mítica, la que les concede su condición de mesías del proyecto soberanista. Y como Judas réprobo al que hacerle vudú ya está el pobre Santi Vila. 

Así, los exconsejeros encarcelados están dispuestos a retractarse ante el Supremo sin temor a censura alguna por renegar de su credo. Se trata de engañar al Estado para continuar al servicio del destino manifiesto. La lealtad a la causa sagrada les condona el falso juramento. Si los liberan, la tribu indepe los recibirá como forzosos conversos, obligados a renunciar en público a sus dogmas para poder seguir creyendo.