JUAN MANUEL DE PRADA – ABC

Una voluntad autodeterminada no puede aceptar categorías ajenas a sí misma

NUESTRA época vincula el término «autodeterminación» con un anhelo de independencia política como el que ahora enardece a los separatistas catalanes. Y la gente incauta se piensa entonces que quienes invocan la «autodeterminación» son seres pérfidos que pretenden aberraciones insostenibles. Cuando lo cierto es que el separatista que reclama «autodeterminación» nada en el mismo error filosófico en el que nadan sus contemporáneos; sólo que, a diferencia de sus contemporáneos más timoratos, tiene arrestos para aplicar hasta sus últimas consecuencias la lógica del error. Y es que los errores tienen una lógica implacable; circunstancia que no siempre consideran quienes alegremente los propagan.

«Autodeterminación» es un término filosófico acuñado –¡cómo no!– por Hegel. La libertad había sido definida por Aristóteles como la capacidad humana para obrar con discernimiento moral, para decidir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto. Pero Hegel, el antiaristóteles por excelencia, proclama en su Fenomenología del Espíritu una «libertad absoluta» para la cual «el mundo es simplemente su voluntad». Esta libertad hegeliana ya no actúa conforme a una capacidad para discernir categorías morales externas, sino que se convierte en un poder para realizar su voluntad. Tal poder exige un itinerario que Hegel describe en sus Fundamentos de la filosofía del Derecho; y su última estación es la «autodeterminación». La voluntad humana se convierte así en práxis en estado puro: ella es su propio objeto y no reconoce límite exterior alguno. La voluntad que ha alcanzado la autodeterminación sólo obedece una ley, que es la suya propia, la ley que funda su propio vivir, la ley que es ella misma. Y esa ley no es otra que la «libertad del querer», que es «verdaderamente infinita» (wahrhaft unendlich), porque su objeto no es para ella un otro ni un límite, sino que es ella misma.

Esta autodeterminación de la voluntad es un error asimilado por todas (¡toditas!) las ideologías modernas sin excepción. Para todas las ideologías, el hombre tiene libertad absoluta para autoafirmarse, para autodefinirse, para construir su biografía sin otras reglas o límites que su propia voluntad, que no acepta los límites que le impone la naturaleza (por eso puede, por ejemplo, cambiarse de sexo) y mucho menos la Historia (que configura según su «libertad del querer»). El hombre concebido como voluntad autodeterminada es un dogma incuestionable de todas las ideologías modernas. Y los separatistas no hacen sino llevar ese dogma hasta sus últimas consecuencias.

El problema es que una voluntad autodeterminada no puede aceptar categorías ajenas a sí misma (como el bien y el mal, por ejemplo), no puede aceptar límites externos (como el de una soberanía nacional indivisible, que es el dique que pretenden alzar los que alegremente consagraron el error), no puede aceptar que la libertad sea un obrar como se debe, y no un hacer lo que se quiere. Así se llega a la paradójica situación actual, en la que el mismo poder político que jalea las voluntades autodeterminadas tiene que intervenir para evitar el caos. Y, al intervenir, las voluntades autodeterminadas perciben la ley como expresión de un poder brutal y represor que pretende que el individuo piense y quiera lo que quiere y piensa el Estado.

Las dificultades crecientes con las que se topa el consticionalismo derivan de esta errónea concepción de la libertad humana. Y pretender atajar la implacable lógica de un error que previamente ha sido proclamado como dogma indiscutible es poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias.