Ramón Palomar-.ABC
- Cuando perdemos lo más básico recuperamos el pavor propio de las cavernas porque regresamos al salvajismo de antaño, sólo que ya no estamos preparados para la vida asilvestrada, ruda, de pura supervivencia
La noche se alargó hasta que nos venció una desolación absoluta. Sólo entonces, aturdidos, embrutecidos, entristecidos, colapsados por una rotunda incredulidad, nos zambullimos en el lecho para abrazar el insomnio. Soplaba un viento feroz que se filtraba por las ventanas y que presagiaba una tragedia colosal, pero no queríamos reconocerlo porque el impacto rezumaba una bestialidad intolerable, impropia de nuestros tiempos de tecnología punta. Las imágenes que contemplábamos no correspondían a un lejano territorio asiático estragado por el monzón. Esta vez el horror, formidable y espantoso, se plantificaba justo a la vera de Valencia, en localidades que todos hemos visitado y donde moran familiares y amigos. Pero lo peor nos acuchilló cuando amaneció. La implacable realidad estrujó nuestras mentes abotargadas por la visión de un paisaje preñado de oscuridad. Los restos de una larga y desigual batalla entre el hombre y el zarpazo de la naturaleza. La pista de Silla, una de las principales vías de acceso a la ciudad, recordaba aquella ‘autopista de la muerte’ donde yacía la ferralla moribunda de los blindados del Ejército de Sadam, bombardeados por los aviones yanquis mientras huían hacia Bagdad.
Escuchábamos sobre nuestras cabezas el apocalipsis de los helicópteros, despojados de épica wagneriana. Coches achatarrados, retorcidos, componiendo esculturas monstruosas de metal, propias de un universo distópico. Vehículos de cualquier tonelaje fusionados en escorzos inverosímiles. La ciudad despertó al ralentí, temerosa, temblorosa, acoquinada, apesadumbrada. Las calles destilaban el agrio perfume del ‘shock’, de la absoluta conmoción. Nuestros ojos bañados en la melaza de la confusión escupían el demoledor «¿cómo ha sido esto posible?». Poca gente sobre el asfalto y escaso tráfico. Entendimos sin transición que el coche no era sino la trampa mortal donde cristalizaban nuestros miedos. Nadie agarró el volante salvo por imperativo laboral. Pero quizá lo peor saltó contra nuestro gaznate ante el océano de incertidumbre.
La incertidumbre oxida el corazón, destruye la moral, aplasta el espíritu. La incertidumbre te envuelve con una niebla pringosa donde prima el pánico. La incertidumbre produce una impotencia extraña de fracaso cierto y derrota severa. La incertidumbre es el pesado fardo que se pega contra tu espalda. Ignorar dónde andan los tuyos genera una angustia insoportable. Demasiados desaparecidos. Demasiados teléfonos mudos. Demasiadas ausencias. Una amiga de Paiporta, uno de los epicentros del dolor, me contactó vía sms, lo único que le funcionaba. Primero se cortó la electricidad, luego el agua y un poco más tarde cayó la cobertura telefónica. Estaban solos, desamparados, incomunicados, extenuados por el peligro real y palpable que cuajaba a su vera. Cuando perdemos lo más básico de nuestra existencia, ese celular, esa bombilla, ese internet, ese grifo del cual siempre mana agua, nos arrebatan nuestras herramientas primordiales, nos quedamos desnudos y recuperamos el pavor propio de las cavernas porque regresamos al salvajismo de antaño, sólo que ya no estamos preparados para la vida asilvestrada, ruda, de pura supervivencia. Olvidamos nuestra fragilidad de marionetas que naufragan ante las catástrofes. Y lo olvidamos porque nuestra arrogancia de primer mundo nos mantiene engañados en medio del artificio. Pero será difícil no recordar la noche del 29 de octubre. Esta fecha se unirá a otras…
Nuestros mayores, en efecto, crecieron con las profundas heridas de la riada del año 57 que masacró Valencia. ‘La guerra contra el barro’. Así bautizaron la pelea contra el resbalizado y espeso légamo, ayudados por la maquinaria pesada que levantaban en aquel tiempo, los militares de la base de Torrejón, a los que trasladaron de urgencia. Creíamos que nos narraban batallitas de antaño y que nosotros, un desastre de semejantes proporciones, jamás lo conoceríamos. Pero los de mi generación perdimos la inocencia y la soberbia al saborear, por primera vez, el venenoso dolor que causan las inundaciones cuando se volatilizó el pantano de Tous. Las personas de las localidades cercanas a esa presa todavía sufren pesadillas por culpa del estruendo de la ola que escapó de golpe. Sonó a ronco bramido de titán enfurecido. Y los jóvenes de hoy, en fin, han despertado de repente con esta nueva avalancha de agua y lodo. Cada generación exhibirá sus cicatrices de crueldad reconcentrada en una suerte de empate siniestro por culpa de los ciclos que nos acosan en esta apacible orilla del Mediterráneo. Discurría el día en una burbuja de sangre y barro, de muerte y lágrimas. Y la incertidumbre, siempre la incertidumbre acongojando nuestros actos.
La mitad de la plantilla de la Redacción de la radio no pudo acudir al trabajo por las carreteras cortadas, verdadero escenario de guerra, y los que hicimos acto de presencia nos mirábamos atónitos ante el número de fallecidos. Se rumoreaba, entre susurros, que los garajes mutaron en espacios asesinos porque la manta de agua llegó tan rápida como traicionera, con el silencio del crótalo que te muerde en un parpadeo. «¿Alguien sabe algo de Silvia?». «La estoy llamando desde ayer y nada…». Y por suerte tuvimos noticias. Estaba aislada, sin ninguna cobertura, con media casa destrozada. Pero viva, y se trataba de eso, de resistir, de respirar, de caminar, de luchar. «¿Se sabe algo de la mujer de Paco?». La noche que padeció Paco no se la deseo a nadie. Su esposa, profesora, salió del instituto y se evaporó. Luego celebramos el final feliz al averiguar su desventura. Abandonó el coche y la recogió un camionero que recolectaba personas acumulándolas en su cabina, en su remolque, en su alma. Llegó a casa ayer a mediodía, embarrada desde la cabeza hasta los pies, como si hubiese podido huir en el último instante de las garras de una plaga zombi. Todos conocemos historias de este calibre porque el hachazo a todos nos ha afectado en el cercano cara a cara.
La mayoría de los comportamientos desplegaron lo mejor de la condición humana. Pero una minoría se decantó hacia la barbarie. Abarrotaron los supermercados para acaparar agua, víveres… y el inevitable papel higiénico. Floreció un cierto conato de histeria colectiva y circularon bulos, trampas, noticias absurdas, majaderías de última hora que nadie contrastaba. Algunos propagaron chismes terribles: que si llegaba otra riada, que si evacuaban tal pueblo, que si algunos cafres saqueaban ciertas tiendas… La alarma circulando libérrima en infernal esplendor. Las mentiras al poder. Las miserias de rutinarias mezquindades disparadas por los miserables habituales que buscan satisfacción en el caos.
La calle, hoy, ahora, es un deambular sonámbulo de gente embarrancada porque hemos encallado en el drama atávico que soportamos desde hace siglos y que se repite pertinaz como el hedor de ese matadero que cerró, pero que desprende todavía el abominable tufo de las vísceras. Nos levantaremos, nos recuperaremos, honraremos a nuestros muertos desde el respeto, aunque también desde la rabia, fruto de una hecatombe que pudo sin duda gestionarse mejor. Pero no olvidaremos. Otra fecha atroz se tatúa entre los pliegues de nuestra memoria.