Blanqueos

Los insultos de los Toledo y Bosé a los heroicos disidentes cubanos Zapata y Fariñas, así como las inhibiciones de Rodríguez y Moratinos, se explican desde esa mentalidad implícita que establece que los negros y mulatos, si no ejercen de cantantes, santeros o chivatos de barrio, caen fatalmente en la delincuencia. En cuanto a Lula da Silva, véase lo ya dicho sobre el Che y el racismo criollo en general.

EL antropólogo Benedict Anderson, en un ensayo ya canónico sobre los nacionalismos (Comunidades imaginadas), caracteriza a los movimientos emancipadores de la América hispánica y de Filipinas como los grandes clásicos del género. Más que en la independencia de las colonias inglesas de América del Norte o que en la Revolución Francesa, fue, según Anderson, en la escalonada formación de las repúblicas hispanoamericanas, entre 1810 y 1898, donde el nacionalismo moderno adquirió su plena y exportable identidad. De hecho, sólo en ellas se produjo, desde el momento insurreccional, la fusión imaginaria de toda la variedad étnica del mundo colonial en comunidades jerarquizadas. Los criollos pusieron los cuadros dirigentes; los mestizos, la carne de cañón, y los indios, el simbolismo victimista, ya fuera éste tomado de la catástrofe que supuso la conquista española para los imperios autóctonos de los Andes y Mesoamérica, de las diversas formas de servidumbre instituidas por los vencedores o de las escasas y frustradas rebeliones indígenas. Tanto en la emancipación como en la elaboración de las simbologías nacionales, los descendientes de los esclavos africanos contaron muy poco. Todavía hoy, en Cuba (nada menos), mandan los de cepa gallega. Negros y mulatos ponen el son y las huelgas de hambre.

El Che -no es ningún secreto- despreciaba a sus camaradas de piel oscura. Aquí, la izquierda, cuando le conviene, hace como que no se entera de estos aspectos de las idiosincrasias revolucionarias o sencillamente nacionales de las repúblicas hermanas. Recuerdo que, en los ochenta, los progres estigmatizaban como quinta columna del imperialismo yanqui a los indios misquitos del río Coco, en Nicaragua, o, sin salir del país, a las comunidades negras anglófonas de la costa del Caribe. Y se quedaban tan anchos, porque los sandinistas eran blancos, como ellos mismos. Pero no es achaque de ayer por la tarde. Por ejemplo, el exilio republicano español o, mejor dicho, las organizaciones que controlaron su reparto por los países de América (organizaciones en manos de las dos facciones enfrentadas del PSOE, la de Prieto y la de Negrín) fueron deliberadamente ciegas y mudas ante la condición criminal de alguno de los gobiernos anfitriones -no necesariamente de izquierdas-, y si tal actitud pudo ser comprensible en tiempos de búsqueda desesperada de una solución para cientos de miles de refugiados, resulta ridículo el esfuerzo por maquillar, desde el presente, las irresponsabilidades de antaño. Así, por ejemplo, leo en el catálogo de una exposición de las muchas organizadas por el gobierno de Rodríguez sobre el exilio que Trujillo abrió las puertas a los exiliados españoles «para mejorar la imagen dictatorial» de su régimen. Pero Trujillo no necesitaba mejorar su imagen. Como dictador y asesino, era impecable, y hasta se permitió secuestrar en Nueva York al único refugiado que le salió rana, el nacionalista vasco Jesús Galíndez, con la seguridad de que la fechoría iba a quedar impune. Lo que Trujillo pretendía al acoger a los republicanos era blanquear la población, algo de lo que Prieto y Negrín eran perfectamente conscientes.

O sea, que los insultos de los Toledo y Bosé a los heroicos disidentes cubanos Zapata y Fariñas, así como las inhibiciones de Rodríguez y Moratinos, se explican desde esa mentalidad implícita que establece que los negros y mulatos, si no ejercen de cantantes, santeros o chivatos de barrio, caen fatalmente en la delincuencia. En cuanto a Lula da Silva, véase lo ya dicho sobre el Che y el racismo criollo en general.

Jon Juaristi, ABC, 14/3/2010