Campamentos

Jon Juaristi, ABC, 19/6/2011

El Gobierno ha sido incapaz de reconocer en el movimiento de los indignados una declaración de guerra a la democracia.

TRAS la fiesta, la guerra, nada nuevo. Se levanta el campo y empieza la bronca ubicua, porque toda la ciudad se convierte en campo de batalla, escenario de una impugnación del consenso que ya poco tiene de lúdica: lo que el Gobierno se negó a ver en el arrobamiento primaveral de la acampada de Sol, con sus connotaciones circenses de carpa y actividades de ludoteca. No digo que un ministro de Interior deba haberse empollado todos los clásicos del arte de la guerra, desde Sun Tzu a Maquiavelo, pero, al menos, necesita tener claro lo que significa acampar en el centro. En la antigua Roma, el Senado no permitía a las legiones levantar sus tiendas dentro de la ciudad, porque veía en ello el acto instaurador de una dictadura militar. Para acampar, como su nombre indica, está el campo. Si alguien acampa en la ciudad es para desafiar al Estado e imponer un contrapoder en el espacio público. Lo han hecho los insurgentes egipcios, pero quienes se esmeraron en este tipo de operaciones desde finales de los años noventa fueron los zapatistas, que convirtieron el Zócalo de Ciudad de México y sus alrededores en un campamento permanente. Es obvio que derribar un gobierno en México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos, resulta más difícil que hacerlo en Egipto, pero la merma y el deterioro del poder central a causa de un asedio interminable desde la calle se ha traducido en una pérdida del control del territorio en beneficio de los cárteles, y sería sencillamente estúpido negar que las estrategias del zapatismo y del narcotráfico hayan sido, por lo menos, concurrentes.

¿Mal menor o mal mayor? La guerra, como violencia generalizada, constituye, por supuesto, el mal mayor. Este principio no lo ha descubierto Pérez Rubalcaba. Lo han sabido todos los grandes estrategas, desde el mencionado Sun Tzu, pero ninguno de ellos —a diferencia del todavía ministro de Interior del actual gobierno—, lo utilizó para justificar la pasividad. Por el contrario, los males de la guerra se evitan conociendo al enemigo, tomando sus ciudades con el mínimo coste posible en vidas propias y ajenas e impidiéndole acampar ante tus narices. Dicho de otro modo, empujándole a los bosques. En este caso, el Gobierno no tenía ni idea del sesgo del movimiento que se estaba preparando antes del quince de mayo, con la colaboración y simpatía del progresismo en todas sus variantes. Les habría bastado prever la que podía montarse con la difusión estúpida de una categoría imaginaria, la de los indignados, que tiene un atractivo incluso superior a la de víctima como propuesta de identificación colectiva, porque las víctimas necesitan demostrar un agravio real para ostentar la condición de tales, mientras la indignación es algo tan subjetivo que pueden compartirlo todos los que se sienten perdedores, desde el ultimo perroflautahasta don Gregorio Peces-Barba. El desconocimiento total del enemigo explica el escandaloso desconcierto del Gobierno ante el desafío de una histeria antidemocrática de masas que creyó poder rentabilizar como en su día lo hizo con el movimiento del «no a la guerra». La acampada de Sol era exactamente lo contrario, un conato de guerra civil bajo su apariencia festiva.

Jon Juaristi, ABC, 19/6/2011