Cipreses

JON JUARISTI, ABC – 08/09/14

· Los cipreses marcan transiciones: entre la vida y la muerte, el cielo y la tierra o entre el verano y la realidad.

Todos los años por estas fechas me despido de los miles de cipreses que flanquean la carretera de la costa adriática oriental, asomando como un ejército de pirulíes lúgubres tras los muros de las villas que se escalonan en la ladera kárstica. Árboles de hoja perenne, los asocio con el paisaje estival, pero ya en su declive hacia el inevitable otoño. Sé que es una asociación caprichosa y arbitraria, sin fundamento en la naturaleza, porque los cipreses, como honradas coníferas, no cambian de aspecto a lo largo del año. Arrastran, no obstante, un simbolismo mortuorio, aciago y melancólico. Qué pena.

Ya se plantaban cipreses junto a las sepulturas en la Grecia arcaica, donde estaban consagrados a los dioses infernales. Desde entonces, basta la presencia de uno solo para arruinar el escenario más risueño. Lo he comprobado con numerosas promociones de estudiantes a los que he hecho leer en clase aquel poema de Antonio Machado que comienza «Las ascuas de un crepúsculo morado / detrás del negro cipresal humean…». Cuando se les pregunta qué describe el poeta, contestan sin dudarlo: «Un cementerio». Pues no: una glorieta del parque sevillano de María Luisa. Porque Machado evitaba relacionar el ciprés con la necrópolis, y así, en su inventario de especies arbóreas, afirma que «es del huerto la elegancia / el ciprés oscuro y yerto». Pero tuvo el poeta que calzarle ese epíteto funesto, «yerto».

La descripción literaria más simpática que conozco del ciprés se debe a Julien Gracq, un geógrafo francés metido a escritor: «El ciprés: intrusión severa, violentamente contestataria, del universo de l os s ól i dos e ntre la l oca agi t aci ón femenina histérica de las hojas y de las ramitas a cada instante movidas por el viento. Aquí todo es rechazo ejemplar de la flexión. Las ramas se cierran sobre el tronco como las varillas reforzadas de un paraguas, las puntas se pegan con fuerza como los pelos de un pincel encolado. Los frutos mineralizados, con la extraña rigidez de los fósiles, hacen pensar en minúsculos balones de fútbol de costuras estalladas, aunque a esos segmentos disjuntos que provocan a la uña ninguna fuerza puede separarlos».

¿Creen los cipreses en Dios, como sostenía el título de la novela de José María Gironella? Gracq diría que no, que su solidez (¿masculina?) tiende a lo inerte y mineral, como el ciprés yerto de Machado, dichoso porque «es apenas sensitivo», al modo del árbol genérico de Rubén Darío, próximo ya a la piedra dura. Es su tensión vertical la que lo convierte en imagen de la escala celeste, por donde suben las almas y descienden los ángeles. «Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas el cielo con tu lanza», llamó Gerardo Diego al ciprés de Silos, combinando en plan golfo y vanguardista el fervor místico con las connotaciones fálicas.

Al contrario que el poeta cántabro, siempre he relacionado a los cipreses con caminos sobre la tierra, retorcidas llamaradas verdes junto a los trigales maduros en los óleos de Van Gogh, humaredas al borde de los campos segados y polvorientos, marcando siempre una ruta horizontal, una transición entre estaciones, como esta que nos lleva desde el tranquilo agosto propicio a los gorgoritos líricos hacia un otoño incierto. Sombra y sueño. «Enhiesto surtidor de sombra y sueño». Píndaro reescrito por Gerardo Diego. O por Luis Alberto de Cuenca: «Somos el sueño de una sombra, amigo».

JON JUARISTI, ABC – 08/09/14