Colapsos

ABC 19/10/14
JON JUARISTI

· El fracaso del independentismo catalán no se ha debido tanto a presiones externas como a un viejo antagonismo endógeno

EL colapso del proceso independentista en Cataluña parece dar la razón a Rajoy, que siempre manifestó su convicción de que el referéndum de autodeterminación no se celebraría, pero no creo que pueda atribuirse a la firmeza del Gobierno –inmovilismo, según la oposición– el súbito desistimiento de Artur Mas. Ni a ello ni a presión externa alguna. La movilización del unionismo catalán, por mucha idealización voluntarista con que se le intente adornar, ha sido tan débil si se la compara con las manifestaciones secesionistas, que ha servido más para animar a los partidarios de la «consulta» que para otra cosa. La sociedad civil catalana no ha contado con una minoría de bloqueo frente al separatismo, al contrario de lo que sucedió en el caso vasco. La única oposición al plan soberanista partió de dos partidos políticos minoritarios en la comunidad autónoma, PP y Ciutadans. La tan cacareada resistencia empresarial ha constado, en la práctica, de un parvo puñado de pronunciamientos individuales ambiguos, como el de cierto poderoso presidente de un grupo multimediático, que, declarándose dispuesto a mantener en una Cataluña independiente sus editoriales de textos en catalán, anunciaba su intención de llevarse a Madrid las dedicadas al libro en castellano, por entender que no convendría conservarlas en un país de lengua ajena.

Como el propio Alfred Bosch observaba hace unos días en la primera cadena de la televisión estatal, es absurdo pensar que el castellano desaparecería de Cataluña si ésta se independizara. Estoy de acuerdo. Más aún: sospecho que, al imponerse las consideraciones pragmáticas sobre un romanticismo resistencial ya innecesario, el catalán retrocedería aceleradamente en una Cataluña independiente. Si de la supervivencia de las lenguas minoritarias de España se trata, creo que no alcanzarán nunca mejores condiciones para su uso y desarrollo que las conseguidas en el Estado de las autonomías. Insisto en lo de «creo». Hablo de una convicción personal, pero estimo que –a la vista de casos como el del irlandés, el urdu o el tagalo (estos últimos con muchos más hablantes que el catalán)– tratar de demostrar lo contrario pondría a las llamadas oficialmente «lenguas propias» de las autonomías en una situación de alto riesgo.

Si no ha sido ni el Gobierno ni una débil oposición interna al nacionalismo lo que se ha cargado el plan secesionista del 9 de noviembre, ¿qué ha pasado? Sencillamente, lo que ya sucedió otras veces en el seno del nacionalismo catalán: el descubrimiento de que la derecha nacionalista y la izquierda nacionalista hablan de cosas distintas cuando hablan de amor, y es que CiU teme más a la Cataluña de Esquerra, Iniciativa, etcétera, que a la España de Rajoy. Se ha vuelto a producir, pero como farsa cómica, el divorcio que se dio en su día entre Cambó, por una parte, y Maciá (y Companys) por la otra. Un divorcio que adquirió categoría de tragedia durante la guerra civil de 1936 a 1939, mucho más decisiva para la historia de la Cataluña contemporánea que el Corpus de Sangre o la Guerra de Sucesión. El catalanismo nunca ha podido superar aquella escisión interna. El nacionalismo vasco nunca conoció nada parecido, y, a pesar de ello, es muy improbable que el PNV y la izquierda abertzale se pongan de acuerdo en lo que significa la expresión «nación vasca». El nacionalismo catalán lo tiene aún más difícil. ¿Es posible que la derecha nacionalista y la izquierda nacionalista de Cataluña consumen un verdadero pacto nacional? Sí. De hecho ya lo hicieron en su día, con Tarradellas: el pacto constitucional español de 1978.