Cómicos

JON JUARISTI, ABC – 27/07/14

· Álex Angulo fue uno de los primeros actores vascos en tomar distancia de la indigesta murga de las identidades.

Es curioso: siempre creí ser más joven que Álex Angulo, y me entero ahora, tras su fallecimiento en un desdichado accidente, otro más en este mes de desdicha, de que le llevaba un par de años de evidente desventaja. Los calvos siempre parecen mayores, y Álex había perdido el pelo antes de llegar a la treintena, cuando nos conocimos, en el Bilbao de los años setenta del pasado siglo. Lo recuerdo en mi casa de Deusto, acompañado de otros actores de Karraka –el grupo de teatro que dirigía Ramón Barea–, mientras tomábamos café y ellos consultaban con mi primera mujer, Arene, acerca de la puesta en escena de las pastorales, un género del teatro rural vasco sobre el que aquélla preparaba su tesis.

Por entonces, los de Karraka estaban montando una obra con guión de Bernardo Atxaga cuyo asunto era, si no me engaña la memoria, la conquista de Navarra por Fernando el Católico. Incluía una impresionante escena del encuentro del rey Juan de Albret con la Muerte (tomada posiblemente del romancero castellano), para la que pensaban recurrir a elementos escénicos del teatro tradicional y vernáculo. Todavía nos movíamos, en aquellos primeros años de la Transición, entre el experimentalismo y el nacionalismo, una fórmula casposa donde las haya, herencia de la solemnidad progre de la cultura del 68.

Los de Karraka fueron de los primeros en tomar distancia de las etnicidades indigestas con un par de revistas dizque musicales verdaderamente magníficas y zarrapastrosas, Bilbao Bilbao (1984) y su secuela, Euskadi Euskadi (1991), dirigidas ambas por Ramón Barea. Tuve el honor de colaborar en la segunda de ellas, dentro de un equipo de producción de ideas del que formaban parte, además de los actores del grupo, el llorado artista gráfico Juan Carlos Eguillor y el compositor Fran Lasuen. En la primera escena, inspirada directamente en

El Caserío, la famosa zarzuela de Guridi, Romero y Fernández-Shaw (1926), Álex Angulo y Ramón Ibarra, encarnando al párroco de la aldea global y a un trasunto posmoderno de Chomin de Amorebieta, respectivamente, jugaban un inolvidable partido de pelota sin pelota, utilizando como frontis al público. La escena de marras tuvo larga influencia en el imaginario de la comedia española, y creo reconocerla incluso en una secuencia de

Ocho apellidos vascos. Para Álex Angulo supuso la identificación con el papel arquetípico del cura vasco que bordaría en el del padre Berriatúa de El día de la bestia (1996), la película de Álex de la Iglesia.

Estos días se ha insistido en que Álex Angulo siguió los modelos de Pepe Isbert y de José Luis López Vázquez, pero creo que la devoción por éstos corresponde más al otro Álex, al de la Iglesia, que nunca ha ocultado su fijación edípica con La gran familia (1962), de Fernando Palacios. Lo que supongo que se quiere decir es que Álex Angulo ya ha alcanzado, como Isbert y López Vázquez, la talla de un clásico de la comedia, pero su modelo o sus modelos son muy anteriores. Vienen del cine mudo, con Charlot como figura central. Álex Angulo tenía esa fuerza chapliniana hecha a partes casi iguales de ternura, despiste y causticidad, un molotov mental irresistible.

De aquella Euskadi Euskadi de 1991 han desaparecido, además de Álex Angulo, Juan Carlos Eguillor y la actriz Mariví Bilbao-Goyoaga, figuras asimismo excepcionales que contribuyeron a salvar el sentido crítico en una cultura local asfixiada por el integrismo político y la violencia. Lo mínimo que puede decirse de los tres es que nos hicieron la vida más amable y que demostraro

JON JUARISTI, ABC – 27/07/14