Como en casa

EL MUNDO  01/03/17
SANTIAGO GONZÁLEZ

Se celebraba el lunes la primera sesión del juicio a Francesc Homs por desobedecer al Tribunal Constitucional y el procesado dio un recital de sus mejores capacidades. Es preciso destacar que este hombre tiene una especial habilidad para hacerse el tonto y que este es un papel en el que bordea la perfección y a veces nos la contagia a los mirones. Yo mismo recordaba el título de un poemario de Alberti en una de sus infrecuentes incursiones en el surrealismo: Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos.

Pero uno es un tonto sin graduación y sin mérito, venía así de serie, mientras Homs pertenece a la selecta minoría de los tontos cum laude. Para alcanzar una cota parecida hay que recordar al emperador Claudio, en el retrato que de él hizo Robert Graves. Su amigo, Herodos Agripa, le escribió una carta en la que trataba el tema: «Querido Claudio: he conocido listos que se fingían tontos y tontos que se fingían listos. Pero eres el primer caso que he visto de un tonto que se finge tonto. Te convertirás en un dios».

Esta es la estirpe de Quico Homs, con más mérito si cabe, porque ante los siete magistrados del Supremo, con sus ropones negros y sus puñetas, él fue un tonto que se hacía el tonto, pero que además presumía de sabérselas todas. Su comparecencia fue un recital de sinceridades. Se hizo el tonto y además el listo. Confesó haber conocido la providencia, lo que pasa es que no la comprendió: «No había forma humana de entender la resolución». A nadie puede extrañarle que Homs tenga problemas de compresión lectora, pero la Generalidad tiene asesores, gente versada, que podía haberle traducido al catalán o al román paladino cuál era el sentido de aquel auto tan exótico del TC. Atutxa ya lo intentó con una orden del Supremo y terminó inhabilitado, no digo más. Homs se pasó, actuó como un tonto del método, hasta el punto de que el fiscal se interesó por su nivel de estudios.

Ya digo que al mismo tiempo se hizo el enterado y le dijo al Tribunal que lo suyo no era delito (ilícito penal, dijo en plan perifrástico), con una aseveración llamada a revolucionar el derecho procesal: ¿creían ustedes que eran los jueces quienes examinaban las pruebas y dictaminaban si había delito y la pena que correspondería en caso afirmativo? Craso error. Son los procesados los que emiten el veredicto e imponen la pena. Como en La vida de Brian: «¿Crucifixión?», y ante el asentimiento del reo: «Vayan por la derecha. Una cruz por persona».

Lo mejor del juicio fue el corte del presidente, cuando el acusado protestó por una interrupción del fiscal: «En mi casa me enseñaron que cuando uno habla hay que dejarle terminar». «Esto no es su casa. Es el Tribunal Supremo», le aclaró Manuel Marchena, y así por las trazas parece que se lo explicará con más claridad en la sentencia. La anécdota es reveladora de carácter: los nacionalistas siempre se creen que están en su casa. Si se lo creen en el Supremo, cómo no se lo van a creer en Cataluña. Alguien como Marchena debería explicarles que no, que se equivocan cuando entienden la propiedad con carácter exclusivo.