IGNACIO SUÁREZ-ZULOAGA, EL CORREO – 07/04/15
· No somos conscientes de lo normal que puede resultar el mal. Incluso que fueron representantes del pueblo –legítimamente elegidos y aplicando procesos legales– quienes condenaron a muerte a algunos de los pensadores más brillantes de la historia. Una votación de ‘los 500’ (representantes del pueblo ateniense) condenó al anciano filósofo Sócrates a beber la cicuta por habérsele acusado de faltar al respeto a los dioses y corromper a la juventud; 19 lores ingleses condenaron a muerte a Tomás Moro –humanista, autor del libro ‘Utopía’ y excanciller de Enrique VIII– por sus reservas mentales a aceptar el divorcio de su rey; finalmente, la asamblea legislativa francesa condenó por traición al marqués de Condorcet –matemático, historiador, llamado ‘el filósofo universal’ por Voltaire– por resistirse a los excesos jacobinos en el desarrollo de la Revolución que él mismo tanto contribuyó a instaurar. A pesar de la popularidad y prestigio de los condenados no hubo oposición a condenas evidentemente injustas; el pueblo se abstuvo de defenderles. Sócrates y Moro asumieron con enorme dignidad la muerte que la legalidad les imponía; en tanto que Condorcet se suicidó antes de ser guillotinado, tras escribir durante sus últimos días algunas de sus páginas más clarividentes.
Pueblos enteros –liderados por sus élites– pueden caer en la ruindad y en la bajeza moral, hasta el extremo de convertir en habituales las prácticas sociales más abyectas. Procesos de degradación ética acusada y generalizada en los que la actuación de unos pocos es acompañada por la colaboración de muchos otros; quienes no solamente no se oponen a evidentes actos de injusticia, sino quienes colaboran activamente en su ejecución. Solemos olvidar que el partido nacional socialista alemán consiguió el poder a través de sucesivas elecciones legítimas, en las que abiertamente propuso su programa político y en las que sus militantes emplearon sus métodos violentos ante la pasividad de las autoridades y de la sociedad alemana; y que poco después de alcanzar el poder comenzaron a actuar contra las minorías ante unas sociedades europeas que optaron por apaciguar a un Estado abiertamente militarizado y agresivo. El civilizado pueblo alemán –que ha aportado al mundo algunos de los filósofos y científicos más originales– defendió a Hitler y sus secuaces hasta el último momento.
Estas situaciones de obcecación colectiva no se producen necesariamente en situaciones de emergencia –que podrían de alguna manera servir de excusa por la necesidad de sacrificar los valores humanos en favor de un interés colectivo esencial– sino en periodos de relativa normalidad económica y social. Ante un problema que se enquista, las sociedades van justificando cada vez más tropelías de sus líderes, hasta que estos se sienten autorizados para incrementar la intensidad de sus acciones, eliminando toda oposición; especialmente las opiniones de esos ‘pepitos grillos’ que son los intelectuales, periodistas y demás líderes de opinión que mantienen la cordura y se oponen a los atropellos éticos.
En el País Vasco todavía no se ha producido la necesaria catarsis sobre el proceso de envilecimiento generalizado que se produjo durante los años ochenta del siglo pasado, cuando la persecución terrorista contra unos grupos sociales se sostuvo socialmente por la indiferencia de la gran mayoría de la población, que no solamente no se movilizó contra la opresión evidente y cotidiana de muchos de sus conciudadanos, sino que incluso justificó aquellas canalladas: «Algo habrá hecho».
Una indignidad generalizada que alcanzó incluso a la prensa, que hasta el secuestro de Julio Iglesias Zamora en 1993 no se manifestó coordinadamente contra el terrorismo mediante la campaña del lazo azul. Los eufemismos, la brevedad, la cobardía, la insensibilidad… fueron los responsables de una tragedia que recientemente nos ha recordado el hijo del conde de Aresti en el artículo ‘Sabía que lo iban a matar’, publicado en este periódico. Por aquel entonces ser conde, franquista y rico eran una combinación letal –como para ni siquiera considerársele una persona–, propiciando gestos como el del máximo responsable del territorio (Carlos Garaicoechea, presidente del Consejo General Vasco), que ni siquiera se dignó a cruzar la calle para consolar protocolariamente a una familia.
Me ha recordado una escena que contemplé aquel verano, una tarde, durante las fiestas de Bilbao: cuando vi correr a un joven perseguido por muchos otros que gritaban «¡es un sozi!» (socialista) para tratar que alguno de los cientos que atestaban las inmediaciones del Teatro Arriaga le detuvieran y pudiera ser agredido por esos perseguidores que le señalaban por su ideología. La escena no la pude ver con claridad a causa de la gran cantidad de gente, pero me dio la impresión de que la petición fue escuchada por al menos alguno; pues el perseguido fue empujado y perdió el equilibrio; afortunadamente pudo seguir corriendo, perdiéndose entre la multitud. La gente contempló pasiva aquella caza del hombre en plenas fiestas; no vi a nadie que hiciera el más mínimo gesto para detener a los perseguidores.
Cuando leo que en Afganistán una mujer ha sido linchada porque unos se pusieron a gritar que había quemado un ejemplar del Corán, me doy cuenta de hasta qué punto el mal puede convertirse en algo normal; en todas partes.
IGNACIO SUÁREZ-ZULOAGA, EL CORREO – 07/04/15