El Correo-J. M. RUIZ SOROA

Si alguna reflexión espontánea ha suscitado en la ciudadanía el espectáculo de la investidura es la de que «los políticos sólo se preocupan por su poder o su interés, no por el interés general ni el bien común». Ha sido un ‘rittornello’ constante de los opinadores profesionales, de las cartas al director, o de las conversaciones de bar o ascensor, que al final son las únicas en las que todo el personal está de acuerdo. Valgan estas líneas, no tanto para defender a los políticos profesionales, cuanto para intentar una reflexión un poco más profunda acerca de los condicionantes sistémicos de la política actual, que son los responsables de que efectivamente los políticos se guíen al final por su interés propio. Porque no es una mala voluntad o un egoísmo cerril, es que el sistema imperante les lleva a ello sea cual sea su disposición subjetiva.

Supongamos a efectos explicativos que existe realmente eso que en el ascensor llamamos «interés general» o «bien común»; es una suposición sin fundamento lógico o empírico alguno, pero la gente lo cree a pies juntillas, así que la aceptamos como axioma de partida. Y supongamos que, efectivamente, una o varias personas se sienten motivadas para intentar construirlo o defenderlo en la sociedad que habitan: nosotros queremos que se realice el interés general, dicen. Inmediatamente se aperciben de algo bastante obvio: para llevar a cabo cualquier proyecto colectivo hace falta poder. Sin poder es imposible influir en la política. Y en nuestros tiempos el poder se ejerce en forma racional-burocrática (Weber dixit), no por legitimación tradicional o carisma personal, lo cual lleva inexorablemente a nuestro aspirante al bien general (el fin) a la necesidad de montar o incorporarse a un partido o movimiento político al efecto (los movimientos son útiles para conseguir intereses muy sectoriales y concretos pero adolecen de escasa perdurabilidad). Es el medio por el que se transita al fin.

Ahora bien, una vez ingresado en esa fase intermedia de generar o acaparar el poder suficiente a través de un partido, nuestro candidato descubrirá pronto las leyes de hierro de todas las organizaciones, las políticas incluidas (o las políticas las primeras): en un primer momento lo relevante para la organización son los fines perseguidos explícitamente, en un segundo paso lo importante es mantener y hacer progresar a la organización misma, y en uno tercero lo relevante son los intereses de la élite o personas que dirigen la organización (más o menos Michels). Todo está concatenado en una secuencia lógica tan predecible como férrea: no puedo trabajar por el interés general si no poseo poder, sólo puedo poseerlo si mi partido lo acapara en grado apreciable, y conservar ese poder es la única forma de que al final pueda empezar a trabajar por el interés general. El medio devora al fin.

Sánchez e Iglesias, cuando pelean por estar dentro o fuera de la tienda del gobierno, sienten verdaderamente que su pelea lo es en el fondo por realizar el interés general de la sociedad, son sinceros cuando nos dicen que ellos sólo buscan ese interés. Lo que sucede es que su deseo subjetivo pasa por un condicionante instrumental, y ese condicionante hace tiempo que se comió a los fines. Ambos dirían, por ejemplo, que una Administración Pública transparente, objetiva, profesional y eficiente es su objetivo. Que su meta es un poder judicial independiente y eficaz. Y sin embargo, en la práctica, se ven impelidos a ocupar y colonizar tanto la Administración como el poder judicial, porque tal cosa es el medio necesario para conseguir ese interés general que desean. En el camino hacia lo bueno absoluto destrozan lo bueno posible. Y lo hacen con la mejor intención, estoy seguro de ello.

Y si atendemos a la promoción personal concreta de nuestro candidato en su partido, de nuevo observaremos la actuación infalible de las leyes de hierro de las organizaciones racional-burocráticas abandonadas a sus propios procesos y carentes de controles de verificación externos: sólo se mantiene y sólo sube el militante listo y trabajador que sea, ante todo, sumiso con el que tiene el poder de promoción. El díscolo o discordante se encontrará tarde o temprano protagonizando una escisión. Y, de nuevo, el poder es la moneda con la que se recompensa o se castiga al militante. Si nuestro líder llega al gobierno, a la consejería o a la subsecretaria podrá recompensar con cargos y nóminas a sus fieles, el poder es como una lluvia de remuneración que sólo moja a los que han sabido estar donde y como se debía. Entonces es en teoría cuando llega el momento de atender al interés general, aunque, ¡oh maldición!, resulta que en ese momento hay que atender también a conservar el poder que una oposición inmisericorde pretende erosionar. Así que, de nuevo, al tajo de la política al servicio del instrumento y no del fin.

Bueno, todo esto sonaría desesperante si no fuera por dos circunstancias adicionales. Primero, la pluralidad: si hay varios partidos y élites peleando por obtener el poder y la influencia, su mismo pluralismo garantiza que el sistema se mueva y evolucione de manera normalmente positiva. El buen gobierno es un subproducto de la interacción agonista de varias élites políticas que luchan por colonizar el sistema pero nunca lo logran en su totalidad. Y segunda: que no existe en términos substantivos el interés general sino sólo intereses particulares (más colectivos o menos, pero nunca «generales»). Hay un interés general, pero es sólo procedimental: mantener lo más abierta posible la interacción competitiva entre los diversos intereses en juego, sean de élites políticas o empresariales, culturales o sindicales. Que ninguno sectario llegue a colonizar la totalidad del sistema. La libertad humana, diría Odo Marquard, no es la ausencia de dominación sino la presencia de muchas instancias de dominación en lucha entre ellas. En sus intersticios es donde podemos prosperar las personas.