BORJA MARTÍNEZ-EL MUNDO

En la «batalla del relato» pugnan todos los políticos para tratar de consolidar su posición. La indigencia discursiva es un punto en común y su objetivo, mantiene el autor, es hacer el encuentro imposible.

HA SIDO el verano del relato. De la batalla del relato. La serpiente del verano es la serpiente del relato.

Lo explicaban tertulianos titulares y suplentes de todas las sensibilidades: tras la investidura fallida de Pedro Sánchez, partidos y líderes se afanaban en la tarea de dar y ganar «la batalla del relato». Resulta sospechosa la aplicación unánime y simultánea de esta enojosa muletilla, replicada por los comentaristas con la satisfacción del insider: suena demasiado a gabinete. La transmisión como sucedáneo de la información. Cinco años de carrera para esto.

¿Pero de qué hablan cuando hablan del relato? ¿El relato de qué? De lo sucedido antes y después del 25 de julio, cuando quedó certificado en segunda votación el fracaso de Sánchez en la obtención de la confianza del Congreso de los Diputados para ser investido presidente del Gobierno. La batalla del relato sería, pues, el conjunto de escaramuzas comunicativas con que contrarrestar el artefacto propagandístico dispuesto desde La Moncloa para justificar la voluntad de Sánchez de gobernar en solitario, lo que a día de hoy no parece otra cosa que una prolongada maniobra dilatoria a cargo del presupuesto y de la credulidad general camino de unas nuevas elecciones.

Cada uno de los actores del bloqueo político ha confeccionado un relato con el que consolidar su posición y demostrar su irresponsabilidad, es decir, su inocencia, ante el presumible fiasco de la repetición electoral. Estos relatos tienen en común la indigencia discursiva y rara vez superan la prueba de la argumentación. No son, por descontado, dialécticos. Circulan por la realidad sin tocarla, ignorando todo aquello que resulte inconveniente a los intereses de quien los ha puesto en circulación. Su contenido se vierte en la opinión pública como un producto acabado e inmiscible, acorazado ante la réplica, dignificado por el comentario sesudo de los especialistas. Estos relatos se cruzan entre sí en planos paralelos. El encuentro es imposible, y esa imposibilidad forma parte de su naturaleza y determina su eficacia, tal y como la entienden quienes los han diseñado.

Con la proverbial disciplina de una marca centenaria, portavoces y ministros difunden sin flaquear –la convicción es fundamental, y la vicepresidenta Calvo es modelo ejemplar de convicción– la hipótesis socialista. Se trata de hacer pasar por razonable la expectativa de que Sánchez sea presidente en minoría insólita y sin precedentes, reclamando el apoyo incondicional de sus aliados de la izquierda y la abstención responsable de PP y Ciudadanos, que deben ofrecerse a la autocastración porque, simplemente, no es su momento. Los culpables de que esta hipótesis ideal no salga adelante son, por tanto, un Pablo Iglesias obstinado desde 2016 en reventar gobiernos de progreso y una derecha instalada en la deslealtad institucional y empeñada en no renunciar a sus atributos.

Ante el relato socialista, Ciudadanos comparece contagiado de desprecio por los hechos pero con gran vigor formal. Ya desde la noche electoral Albert Rivera aparece devenido en líder de la oposición porque sí. Impulsado, casi propulsado por una inercia voluntarista que para sí hubiera querido Inés Arrimadas tras su histórica victoria en las autonómicas catalanas de 2017, Rivera reclama para su partido la condición de nueva marca hegemónica del centro derecha sin que nada salvo su estado de ánimo avale semejante pretensión. La historia reciente –el acuerdo de investidura de PSOE y Ciudadanos en 2016, cuando al contrario que ahora no sumaban pero convergían– respaldaría una mayoría compartida de 180 diputados para una legislatura que se promete crítica; pero los antecedentes más inmediatos de Sánchez y su «banda» –la bobalicona consigna que alimenta otra, el inefable «cordón sanitario», por qué no de un lujoso terciopelo de seda rojo, con que se rodea al presidente del Gobierno en funciones– hacen imposible la fórmula archideseada por la España moderada y buena parte de un electorado que quizá es más consciente de la función histórica –que en tiempos fue vocación fundacional– de Ciudadanos que sus supervitaminados dirigentes.

Mientras, Podemos se recrea en la apariencia de sosiego que vertebra su más reciente identidad y persevera en la oferta de negociación de un Gobierno conjunto para demostrar su disposición al acuerdo y la moderación aprendida. Y el PP, paradójicamente favorecido por las circunstancias, adopta una cómoda posición y el menos forzado de los relatos: que el PSOE busque avales entre sus aliados naturales.

Alrededor de estos relatos principales orbitan otros subsidiarios. Como el desplegado a finales de julio por Gabriel Rufián desde la tribuna del Congreso, asumiendo una cómica identidad de hombre bueno, entre mediador –¡relator!– y hombre de Estado –¡español!–, y esgrimiendo unas razones que exponen impúdicamente todas las vergüenzas tácticas de ERC: ahora, señor Sánchez, le podemos apoyar, pero cuando lleguen las témporas de la Diada y la sentencia del Supremo resultará imposible; nada habrá cambiado pero todo será distinto. No sorprende que las bases republicanas tuerzan el gesto ante la española disposición de su excéntrico portavoz; sí llama la atención que una vez más la opinión publicada asumiera seriamente la última pose del dirigente independentista.

La dichosa «batalla del relato» se presenta como una fórmula eficaz en tanto que su naturaleza gaseosa llena el vacío del desacuerdo, las vacaciones y la pereza analítica. Pero su aplicación al debate político común no es inocua ni gratuita, y da que pensar si se rastrean los vericuetos por los que se ha presentado al uso corriente en este verano de interinidad.

La batalla del relato había sido hasta la fecha, en el escenario público español, el frente que se abre cuando ETA anuncia el «cese definitivo de su actividad armada» en octubre de 2011. Es la batalla que el terrorismo depuesto está dispuesto a plantear para continuar su lucha por otros medios e imponer, con la connivencia de sus aliados demócratas, una historia de violencia simétrica y de víctimas por ambos bandos. Imponer, desde la misma terminología, la idea tóxica de conflicto vinculada a la de proceso de paz, incompatibles ambas con la derrota, sin eufemismos, de la banda.

Un no proceso nos lleva a otro, y la batalla del relato se reproduce en Cataluña a partir de 2017. El desafío secesionista supone la puesta de largo del gran relato de la política española contemporánea, que no es otro que el relato del independentismo. Un imponente proyecto de décadas, capaz de transformar la estrategia de poder del pujolismo en un proyecto de país, en la voluntad de un pueblo. La sucesión de jornadas históricas que desemboca en el 1 de octubre es el reactivo definitivo, capaz al mismo tiempo de multiplicar el efecto del abigarrado dispositivo narrativo y de reducirlo a una ficción sencilla y asequible: un pueblo que solo quería votar ha sido violentamente reprimido. Una ficción tóxica desborda la legitimidad política.

PERO DONDE de verdad se verifica el gran triunfo del relato independentista es más allá de Cataluña. La disposición congénita de la izquierda española, sociológica o militante, a respetar las reclamaciones identitarias del secesionismo cobra poco a poco otra cara, que se manifiesta en el rechazo, tácito o activo, a cualquier discurso cívico o político de defensa de la unidad de España. «¿Qué ha hecho España por mí?», se pregunta ya con naturalidad el joven progresista poco familiarizado con la idea de nación política, contagiado de la sentimentalidad nacionalista y a estas alturas seguramente perplejo ante las batallas, no precisamente verbales, de los abuelos cuya memoria hasta hace poco quería desagraviar.

Todo lo malo se pega, y la política española aparece empapuzada del storytelling que los tecnócratas del delirio nacionalista vienen manejando desde hace tiempo con tanta soltura. La cocina molecular de los spin doctors, a base de marketing y propaganda, es la vieja nueva sensación. Ya no se trata de hacer pedagogía sino de contar historias. Como en los periódicos. Es el nuevo orden narrativo. El triunfo del relato es el fracaso de la política.

Borja Martínez es periodista, escritor y director de la revista Leer. Su último libro publicado es Lillian Hellman (2019).