Debate estéril y perjudicial

La idea de la aplicación rigurosa de los instrumentos del Estado de Derecho se ha impuesto ya casi como un ‘mantra’ en el consenso sobre la lucha antiterrorista, ello no obsta para que, cada vez que ETA o su entramado emite signos de disposición a dar por finalizada su estrategia de terror, vuelva a resurgir de entre las cenizas la eterna tensión entre quienes abogan por la inhibición o por la intervención.

Una vez más, cuanto más crece la esperanza en un próximo final del terrorismo de ETA, con mayor intensidad se desatan las discrepancias entre los partidos y en el interior de cada uno de ellos. Así ocurrió ya en los dos procesos anteriores de diálogo emprendidos en 1998-1999 y en 2006, y así vuelve a suceder ahora, cuando, por la presión del Estado de Derecho, la izquierda abertzale comienza a dar signos de desistimiento respecto de su pasada estrategia político-militar y a comprometerse con las vías exclusivamente políticas y democráticas.

Un análisis malpensado creería poder dar cuenta cabal de estas discrepancias apelando a las ventajas o desventajas que aquel final traerá a los partidos según fuere la naturaleza (nacionalista o constitucionalista) o el estatus (Gobierno o oposición) de cada uno. Se presume en el análisis que ETA está todavía en condiciones de repartir premios y castigos incluso a la hora de su liquidación. Y se concluye, por tanto, que quien se encuentre gobernando cuando ocurra el final saldrá beneficiado y que quien siempre esperó recoger las nueces se llenará las alforjas.

Resulta, sin embargo, muy incierto a estas alturas cómo se repartirán los frutos, si los hubiere, cuando llegue la cosecha. Para mí, todo está ya amortizado. Aunque no pueda descartarse que aún queden ingenuos que piensen que, a la hora de la liquidación, todavía habrá beneficios a repartir, yo preferiría aproximarme a la cuestión de la exacerbación de las discrepancias políticas, cada vez que la violencia parece acercarse a su fin, desde un punto de vista menos cínico y más bienpensante. Creo que, además de un cálculo interesado de costos y beneficios, se desarrolla en el trasfondo de esas discrepancias un proceso de auténtica deliberación política sobre cuál es el mejor procedimiento a seguir para alcanzar el objetivo común de la más pronta desaparición del terrorismo.

Desde siempre, pero, sobre todo, desde el desmantelamiento de la Mesa de Ajuria Enea, en la política antiterrorista se ha dado una tensión entre estrategias que se han definido o como de firmeza o como de flexibilidad. Es como el rescoldo nunca del todo apagado del debate que se encendió en los años 80 entre las llamadas medidas policiales y políticas. Y, si bien la idea de la aplicación rigurosa de los instrumentos del Estado de Derecho se ha impuesto ya casi como un ‘mantra’ en el consenso sobre la lucha antiterrorista, ello no obsta para que, cada vez que ETA o su entramado emite signos de disposición a dar por finalizada su estrategia de terror, vuelva a resurgir de entre las cenizas la eterna tensión entre quienes abogan por la inhibición o por la intervención. En la situación concreta que estos días vivimos son los que se muestran, respectivamente, contrarios, reticentes o favorables a la legalización del nuevo partido de la izquierda abertzale quienes se han hecho cargo de reproducir la confrontación.

La semana pasada fue el lehendakari quien se vio obligado a puntualizar ciertos términos del debate. Y no le faltó razón cuando denunció la abusiva tendencia de propios y extraños a imponer condiciones que ni la ley ni los tribunales contemplan para que tal legalización se produzca. Pero incorporó un matiz nuevo, al meter de por medio el concepto territorial de cercanía y lejanía. «No es admisible -vino a decir- que a quienes hemos resistido al pie del cañón defendiendo en esta tierra la Constitución y el Estatuto vengan ahora a darnos lecciones de democracia quienes se encuentran a 500 kilómetros de distancia».

El argumento, aunque impugnable desde diversos flancos, no está exento de toda razón. No se precisa, en efecto, más que escuchar los razonamientos que sobre el particular se emiten desde ciertos foros situados en la villa y corte para percatarse del atrevimiento que caracteriza a la ignorancia. Pero, si la cercanía aporta sutileza y precisión al análisis, también está expuesta a riesgos que le son propios. Uno de ellos, quizá el menos evitable en el caso concreto que nos ocupa, es el de caer presa del chantaje a través de una especie de síndrome de Estocolmo. Y es que, cuando se está convencido, de un lado, de que «estamos tocando la paz con la punta de los dedos» y se te dice, del otro, que «la legalización hará el proceso de paz irreversible», la tentación de acusar de antipatriota y de enemigo de la paz a quienquiera se muestre contrario o incluso reticente a dicha legalización resulta poco menos que irresistible. No es, sin embargo, para nada seguro que quien se atreva a emitir semejante juicio esté él mismo libre de prejuicio. La cercanía ofusca más que alumbra cuando quien mira es el deseo y no la razón.

El caso es que, en el momento actual, la política está mejor dotada que nunca para evitar este tipo de trifulcas. Los protocolos y procedimientos que se han de seguir están claramente establecidos. La Ley Orgánica de Partidos Políticos, guste más o menos a unos u otros, es la guía que el Estado de Derecho se ha dado para proceder en el caso que nos ocupa. Según ella, es a la Sala especial del artículo 61 de la LOPJ a la que compete la concesión o denegación de la inscripción de Sortu en el registro, una vez que las partes han depositado en ella sus respectivas alegaciones. El debate político al respecto es ya, además de inútil, perjudicial. No influirá en la decisión de los jueces, pero contribuirá a transmitir a la opinión pública la convicción de que, sea cual fuere la sentencia, habrá estado dictada por motivos partidarios. Cuando lo único que cabría exigir a los jueces, a estas alturas del proceso, es que se esmeren en redactar un veredicto que sea sólido y resulte convincente desde el punto de vista jurídico.

José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 20/3/2011