Del PNV a Bildu

Antonio Elorza, EL PAÍS, 18/6/2011

De San Ignacio, «nuestro gran patrón celestial», procede la viga maestra de la construcción, la distinción entre el creyente, el patriota, y «el enemigo», quien se opone a Dios y a la libertad de Euskadi, merecedor por ello de ser destruido, con el recurso a la violencia si hace falta.

En la historia de los partidos políticos, el PNV ofrece el caso excepcional de una organización política construida sobre el patrón y desde la mentalidad de una orden religiosa. No es ocioso recordarlo, porque la singularidad y la coherencia interna de su trayectoria, y de la trayectoria de sus hijuelas, resultan inexplicables de otro modo. De ahí que los ejercicios de reconstrucción positivista del pasado de la constelación nacionalista resulten por supuesto valiosos por los datos aportados, pero constituyan con excesiva frecuencia otros tantos callejones sin salida desde el punto de vista de la comprensión histórica. Dicho de otro modo, la acumulación de árboles impide ver en qué bosque nos encontramos.

Por lo demás, la situación se repite en todas aquellas formaciones donde la configuración ideológica o la personalidad del líder resultan fundamentales, trátese de los partidos comunistas o fascistas, de la Liga Nord, de Le Pen o de los montajes de Berlusconi.

En el PNV, lo que le proporciona desde un principio su especificidad no es la finalidad independentista, ni siquiera su inicial racismo. Cuando Sabino Arana piensa en montar una organización política, su modelo no es partido político alguno, sino la Compañía de Jesús, en cuyo internado estudió de 1876 a 1881, y a la cual reverenciaba hasta el punto de estimarla tan infalible como el Papa.

De San Ignacio, «nuestro gran patrón celestial», procede la viga maestra de la construcción, la distinción entre el creyente, el patriota, y «el enemigo», quien se opone a Dios y a la libertad de Euskadi, merecedor por ello de ser destruido, con el recurso a la violencia si hace falta.

El radicalismo inherente a esa dualidad implica que el partido, como la Compañía, asuma una organización de tipo militar, donde todo debate interno queda excluido apenas el creyente da el paso decisivo de ingresar en ella: una vez hecha «la gran elección», «nadie debe guiarse por su cabeza». La maleabilidad es entonces extrema: un partido con un 10% de independentistas en 1990, asume el fin de la independencia unánimemente sin debate alguno en 2000. El Superior, el órgano de dirección, marca la pauta y so pena de expulsión los militantes asumen disciplinadamente sus decisiones. Lo propio de su autoridad no es explicar, sino elaborar un sistema de designaciones -actitudes, símbolos, códigos de comunicación- que acote el espacio identitario de la comunidad nacionalista y la separe de un exterior hostil, o al que es preciso hostilizar.

Ejemplos: el lehendakari tiene que ser llamado «López», el País Vasco, Euskalherría. Y por fin, lo que es esencial, el absolutismo de los principios ha de conjugarse con el pragmatismo de los medios. Incluso, advierte Ignacio, cabe entrar con el enemigo, siempre que salgamos con nosotros mismos. Vale aceptar la autonomía, si es plataforma para la soberanía, convirtiendo el ideario nacionalista, con su lógica de exclusión incorporada, en elemento hegemónico de la mentalidad vasca.

Pasados más de 100 años, Ignacio queda lejos y su Compañía, en lugar de Euskadi, agoniza, pero su espíritu, convertido en creencia en el sentido orteguiano, donde se está, sigue inspirando el funcionamiento del nacionalismo, tanto en el PNV como en Bildu. El rápido encaje de ambos, olvidando grandes diferencias programáticas, constituye el mejor ejemplo, y resulta normal que Egibar haya sido su promotor. Euskadi no debe ser plural, toda defensa de la pluralidad, como muestra no sancionar a quien no atienda en euskara, es presentada como una agresión a lo vasco. El pulso duró mucho, pero con el 22-M ha sido ganado.

Tras renegar del «veto a Bildu», máscara de Batasuna, muchos demócratas olvidan su veto bien real al PP, «el obstáculo» a eliminar de la política vasca. La cohesión interna se materializa, tanto para el PNV como para Bildu, no ya por medio de las expulsiones, sino al intervenir de modo automático pueblo a pueblo un mecanismo de satanización y exclusión del otro, lo que llamaríamos un totalitarismo horizontal o totalismo.

Al apelar al asociacionismo civil, como hace el nuevo alcalde donostiarra, el objetivo es «puentear» la democracia representativa: veremos lo fácil que resulta acordar el rechazo al AVE. Si la exclusión funciona bien, no habrá que recurrir a la violencia. Sería estupendo en cambio ver el comportamiento de los demócratas de Bildu si PSOE y PP, con sentido del humor, dan la Diputación guipuzcoana al PNV. De momento, tendrán algo de paciencia. Comenzarán por el control de las designaciones, con los símbolos. Prim en Donostia no tiene futuro en su calle. Yo apuesto por Telesforo Monzón.

Antonio Elorza, EL PAÍS, 18/6/2011