Daniel Berzosa-Abc

  • «De un tiempo a esta parte, en España no es la ley la que valida la acción política frente a la Constitución y al Derecho, sino que son los agentes del poder los que quieren decidir no solo lo que es la política, sino lo que es la ley»

La libertad, la igualdad y la justicia, la dignidad humana y los derechos fundamentales, esto es, la democracia no se mantiene por sí sola. No hay magia, ni truco, ni ensalmo para su preservación. En todas partes, siempre, tales valores están amenazados por cadenas como las que, según Rousseau, en todas partes también, aprisionan al ser humano. El logro y el prestigio intelectual del Estado constitucional, ideado para proteger aquellas exigencias universales, sigue intacto. Ninguna otra forma de organización política del Estado la supera, si lo que se desea naturalmente es vivir bajo las antedichas aspiraciones. Cualquier otra fórmula conduce inexorablemente a la tiranía del dirigente y la esclavitud de los ciudadanos.

La subsistencia real de la democracia requiere de una cooperación activa, incesante y sin desmayo de todos, más allá de lo normativo (Levitsky, Ziblatt). Este compromiso ha de ser una «conditio sine que non» de los agentes políticos que dirigen en cada momento el poder del Estado constitucional (parlamentarios y gobernantes) y sus funcionarios, y de los agentes jurídicos que garantizan su realización (jueces ordinarios y constitucionales), y, claro es, de una contundente mayoría social, encabezada por sus intermediarios (partidos políticos, sindicatos y grupos de presión) y los determinadores de la opinión (medios).

El socavamiento constante; ora sinuoso; ora frontal; del Estado de derecho por medio de la dilución de la separación de poderes y, en concreto, mediante la quiebra de la independencia de los poderes judicial y de control constitucional, que han de estar únicamente sometidos al «imperio de la ley», esto es, a la Constitución, que es decir al Derecho (Krabbe, Kelsen), conduce, en la lógica inmanente del poder hacia la unidad, a que el Estado democrático degenere en dictadura. Y da igual que ésta se parapete tras la noción de la mayoría en el más disimulado y peor de los casos; porque se tratará de «democracias totalitarias» (Talmon).

Nítidas son en este sentido las palabras de Isabel Perelló, la nueva presidenta del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, en la reciente apertura del año judicial: «Ningún poder del Estado puede dar indicaciones ni instrucciones a los jueces y magistrados sobre cómo han de interpretar y aplicar el ordenamiento jurídico. Solo aquellos Estados en los que la división de poderes está garantizada son realmente Estados de derecho. De ahí la importancia de salvaguardar la independencia judicial frente a posibles injerencias externas… Quiero hacer proclamación expresa de mi compromiso y el del Consejo que presido en el cumplimiento de esa función esencial de velar por la independencia judicial».

Lo que se debe recordar es que el poder judicial y, si se tiene diferenciado, como sucede en España, el Tribunal Constitucional, son inicialmente los poderes más débiles del Estado constitucional por su configuración «pasiva», esto es, no pueden intervenir en un conflicto si no son atraídos por los sujetos que pueden hacerlo. Y, sin embargo, pueden devenir paradójicamente en los más importantes, al quedar, si no se violenta la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico con un golpe de Estado, como las últimas instancias para la salvaguardia de la libertad, la igualdad, la justicia, los derechos fundamentales, la soberanía del pueblo y la propia división de poderes, esto es, el Estado de derecho.

Pongamos un ejemplo de esta tensión agudizada o ataque larvado a la independencia judicial en España, sea en su función jurisdiccional ordinaria o, en este caso, constitucional, al hilo de la admisión a trámite de la cuestión de inconstitucionalidad planteada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo sobre la «Ley orgánica 1/2024, de 10 de junio, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña» y de la presentación de nueve recursos de inconstitucionalidad de otras tantas comunidades autónomas contra la misma norma. Así como la abstención de uno de los magistrados del Tribunal Constitucional, que, a juicio de algún recurrente, no debería ser el único en apartarse por su pérdida de imparcialidad o de apariencia de imparcialidad ante este conflicto de rango constitucional y existencial para la democracia española.

Se han escrito y pronunciado los correctos y muchísimo más numerosos argumentos por la mejor doctrina jurídica que prueban que la amnistía es contraria a la Constitución y al derecho de la Unión Europea. Baste por todo ello, aunque haya por supuesto más autores, la obra colectiva ‘La amnistía en España. Constitución y Estado de derecho’ (dirigida por Aragón, Gimbernat y Ruiz Robledo), traducida al inglés; donde se recogen ¡78 textos! Amnistiar en la España constitucional surgida del gran pacto de la Transición de 1975 a 1978 es impugnar la Constitución de raíz como una norma plenamente democrática y asumir el relato de sus enemigos internos. Significa reconocer ante los ciudadanos y el resto del mundo que España no es un Estado de derecho; cuando nuestra Constitución ha establecido un régimen de libertades amplísimo, por el que incluso debe aceptarse que fuerzas anticonstitucionales están en el juego político. Significa reconocer que el Código Penal, pese a haber sido aprobado en 1995, contempla la posibilidad de cometer «delitos políticos» y que la corrupción de los políticos no debe castigarse. Significa establecer que hay distintas clases de españoles, de primera y de segunda división. Sin olvidar tampoco que la cuestión de la amnistía se discutió en las llamadas Cortes Constituyentes y, por tales fundamentos, se rechazó incluirla en la Constitución.

El problema se revela en España de un tiempo a esta parte; porque no es la ley, intersección de lo racional con lo justo (de Aristóteles a Habermas), la que valida la acción política frente a la Constitución y al Derecho, sino que son los agentes del poder los que quieren decidir no solo lo que es la política, sino lo que es la ley. Los procesos de regresión padecidos en algunos Estados europeos en los últimos diez años evidencian que la supervivencia del Estado constitucional no puede darse por supuesta. Ha resurgido, así, una nueva lucha por el Estado de derecho en la que sus defensores han encontrado un aliado poderoso en la integración europea (Bustos Gisbert), que está actuando como un límite relevante, aunque no del todo eficaz, frente a estos retrocesos.

Tiene clarísimo Constant, en sus ‘Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos’, que «las condiciones indispensables para hacer del poder judicial la salvaguardia de los ciudadanos son las mismas en todas las formas de gobierno… La primera condición es que el poder judicial sea independiente; este aserto no requiere pruebas». La protección de la independencia judicial es en consecuencia verdadera condición existencial del Estado constitucional en general, en España y de la Unión Europea. La decisión del Tribunal Constitucional sobre la citada ley de amnistía será la prueba de fuego de la democracia española.