Desaprendizajes

EL CORREO 22/03/15
JAVIER ZARZALEJOS

· La izquierda acepta que la indignación justifica demoler el sistema constitucional en nombre de la regeneración, alimentando así el antagonismo social

Hoy empieza en Andalucía un año electoral en el que se va a sustanciar hasta qué punto nos afectan buena parte de las patologías políticas que sacuden a las democracias europeas. El populismo demagógico con el que viejas ideologías fracasadas se repintan para sacar partido de la crisis. El nacionalismo que encuentra su nueva razón de ser en conseguir el fracaso del proyecto europeo y que en nombre de la identidad puja por romper la convivencia cívica y plural en el seno de los Estados.

Una morbosa expectación ante lo que les ocurra a los ‘partidos tradicionales’ y una visible pulsión autodestructiva del sistema democrático, aunque sea en forma de gritos regeneradores, parecen enmarcar este largo proceso electoral. Una previsión casi unánime atribuye trascendencia histórica para la futura conformación política e institucional de España a lo que pueda pasar en estos meses.

Sin embargo, la duda razonable que puede albergarse consiste en saber si este año tendrá esa trascendencia histórica que se le atribuye por lo que surja de él o por lo que quede seriamente dañado.

Quedan muy bien los denuestos contra el bipartidismo, la indignación y el escándalo ante los casos de corrupción, sobre todo cuando la corrupción se ha convertido en un concepto sin límites y en la (falsa) clave para la explicación universal de todo lo que nos ocurre. Pero mucho más difícil resulta encontrar rigor propositivo a la hora de ofrecer soluciones reales, esto es viables y asequibles, en vez de recetarios sin contrastar que están convirtiendo el debate político en una burbuja en la que viven vendedores de humo, productos mediáticos de la política-espectáculo y demagogos que hacen pasar por novedad el plato recalentado de las peores utopías sociales y económicas.

A pesar de todo, estas patologías serían más llevaderas y menos peligrosas si los anclajes esenciales de estabilidad se encontraran suficientemente afirmados. La pregunta es pertinente. España es el único país de la Unión Europea en el que las bases de su sistema constitucional son impugnadas y deslegitimadas por una parte significativa de la izquierda que se halla inmersa en un camino de involución histórica.

No hablamos de los que proponen esta o aquella reforma de la Constitución, ni siquiera de los que hablan de reformarla sin proponer nada en concreto. Hablamos de los que descalifican la Transición y el pacto constitucional del 78, de los quieren convertir un relato de éxito que se debería haber transmitido generacionalmente con convicción en un fracaso que hay que enterrar. Hablamos del sempiterno adanismo de una izquierda de dudosas credenciales democráticas que se cree prescriptora moral, dueña de la historia y poseedora de sus claves.

Se ha puesto de moda machacar la Transición. La reconversión del socialismo que lleva a cabo ese tándem Zapatero-Maragall, letal para el PSOE, asumió buena parte de esa reelaboración deslegitimadora de la Transición como una suerte de trampa en la que cayó la izquierda, un proceso falto de autenticidad democrática y complaciente con el franquismo. Un pacto espurio, en suma, del que la victoria electoral del PP era la prueba de cargo.

Pero si el ‘zapaterismo’ da entrada al revisionismo de la Transición en el debate político, quienes aspiran a desplegar todo su potencial desestabilizador son la viejas y las nuevas izquierdas –en el fondo tan viejas como las otras– que le disputan al PSOE la primacía en ese espacio.

Entre los debeladores de la Transición que últimamente se han pronunciado destaca el escritor José Manuel Caballero Bonald, para quien «la Transición fue un apaño, una compostura de urgencia: la derecha cedió algo para no perder nada y la izquierda aceptó algo para no perderlo todo, lo que se llama una soldadura de ocasión, no había un proyecto de futuro solvente y las cosas salieron bien por casualidad». Qué dirían estos críticos, si fueran alemanes, de una Constitución –que ni siquiera fue tal hasta la reunificación– impuesta por las potencias ocupantes tras la II Guerra Mundial. Cómo explicarían desde su rupturismo que después del triunfo de Syriza, Grecia siga siendo un Estado cerradamente confesional ortodoxo por prescripción constitucional y que ese debate –que casi ni existió– durara 48 horas después de la victoria de Tsipras, por mucho que este no tomara posesión con el pope al lado.

La aseveración de Caballero Bonald es tan falsa como banal y sorprende que la firma de tan grotesco análisis sea decir que las cosas salieron bien «por casualidad». Tal vez lo que no sea casualidad es que el último libro de Caballero Bonald resulte ser un poemario titulado ‘Desaprendizajes’. El autor remite la inspiración para este título a Heráclito. Seguramente no habría que ir tan lejos a la vista de sus opiniones.

Desaprender es la propuesta que esta izquierda delirante hace a la sociedad española con la mirada complaciente de tanto bienpensante que acepta que la indignación justifica demoler el sistema constitucional en nombre de la regeneración, tildando despectivamente de ‘régimen’ a sus instituciones para alimentar el antagonismo social. Para todos estos se trata de que la sociedad española desaprenda su mejor logro en siglos, que desaprenda de su sensata reconciliación, de lo que significa elegir entre opciones de gobierno, que desaprenda de la normalidad democrática en la que estas ofertas de ruptura no pueden prosperar.

Desaprender es precisamente lo único que la sociedad española no debe hacer. El desaprendizaje, la renuncia a la experiencia histórica y biográfica, la abdicación de la crítica, la rendición ante la demagogia convierten a los ciudadanos votantes en sonámbulos avanzando hacia el vacío. Para esos, la política de los demócratas debe hacer sonar la alarma del despertador.