Desdramatizar la autonomía

Un moderno autonomismo debe desdramatizar y normalizar la realidad estatutaria, frente a la enfatización histriónica del hecho autonómico. Aunque hoy se presente como «pronacionalista», la vía de un «federalismo constitucional» desdramatizaría el hecho autonómico al limar su singularidad en cada comunidad.

La televisión oficial vasca emitía un informativo. La cámara enfocaba los primeros planos de una rueda de prensa. Por la seriedad patibularia de las caras que se alineaban en la mesa, las fisonomías abruptas, las camisas a cuadros modelo leñador nacional-sindicalista de LAB o ELA-STV, la enorme ikurriña que colgaba como telón de fondo y toda la grave solemnidad de aquella estudiada escenificación cualquiera podría pensar que se trataba de otro Lizarra o la comparecencia de un nuevo partido político. De pronto la cámara del «Teleberri» («Telediario» de ETB) comenzó a alejarse y enfocó en su retirada a tres botellas de vino que se hallaban colocadas sobre el mantel de una peana enana estratégicamente situada delante de la mesa. La voz del locutor explicaba por fin y tras aquel intimidatorio despliegue escenográfico que se trataba de la presentación en sociedad de una marca de vino de la Rioja Alavesa y que las botellas que presidían el acto correspondían a las modalidades básicas del nuevo sello bodeguero de tinto crianza, de tinto reserva y de clarete. Al percatarse uno de modo repentino de que toda aquella gravedad y ceremoniosidad se debían al mero estreno publicitario de una marca vinícola sólo sintió ganas de morirse de risa. Y es que uno tenía perfecta conciencia de que lo que acababa de ver no era un hecho casual sino todo un síntoma de una realidad o una deformación de la realidad; de algo mucho más amplio que sobrepasaba la anécdota concreta, de toda una patología que caracteriza a la vida vasca de las tres últimas décadas. Respondía, sí, a la dramatización del fenómeno autonómico, a la sublimación de lo «popular» en el doble sentido de «trivial» y «folclórico», a esa desviación de la que hablaba Finkielkraut ya a finales de los ochenta cuando denunciaba que «un par de botas no equivalen a Shakespeare» y que ahora marca machaconamente la cotidianidad vasca no sólo en el plano político; desviación por la cual se ha logrado que algunos ciudadanos sientan cuando degustan talo con chistorra que están haciendo patria y ejerciendo de vascos.

El ejemplo del Teleberri reúne todos los ingredientes de la impostación de la vasquidad promovida por el nacionalismo. Y el principal de esos ingredientes es la propia impostura, la exageración, el carácter teatral de esa puesta en escena que queda desvelada en esta ocasión de un modo impagable por el carácter poco serio de la publicidad vinícola y que a su vez delata un factor que no se tiene en cuenta al hablar del actual nacionalismo vasco: su segunda y posmoderna naturaleza. Lo que Vattimo ha llamado el «pensamiento» débil tiene mucho que ver con la «debilidad» artificial, aideológica o por lo menos asistemática en su aspecto doctrinal con la que se asume con frecuencia hoy en Euskadi el credo nacionalista. No se va a las últimas consecuencias de la doctrina sabiniana; no se asume a Arana con todas sus consecuencias doctrinales y hechos tan desconcertantes como el fulminante despido de Arzalluz demuestran la falta de solidez y la incoherencia, lo que de postizo hay en ese falso sabinismo. De la misma manera que un ciudadano puede abrazar esa ideología y llevarla al márketing del vino puede desprenderse de ella repentinamente y sin necesidad de responder de su decisión, como el PNV se ha desprendido de Arzalluz. Del mismo modo que el nacionalismo adopta con absoluta impunidad la retórica del «western» para explicar su «conflicto histórico» con la nación española y usa los tópicos del más estereotipado piel roja de Hollywood «el español incendió nuestros poblados, saqueó nuestras casas, raptó a nuestros hijos, violó a nuestras mujeres » también se puede deshacer de ella a conveniencia, traicionar la pureza sanguínea que reclamaba Arana y hacer posible gracias a esa traición sus planes de euskaldunización en los que integra a la población que luego llama «inmigrante» en sus actas oficiales.

Para hacer honor a la verdad cuando se habla de «limpieza étnica» en Euskadi habría que especificar que asistimos a una «fase de racismo blando en la que la limpieza etno-ideológica y etno-cultural sustituyen de momento a la sangría racial». No hablar con exactitud a la hora de hacer un diagnóstico es dar ventajas al nacionalismo, que presenta las inexactitudes como mentiras urdidas para su «criminalización». Si denunciamos las dramatizaciones del aranismo hemos de renunciar a las de otro signo o ser muy precisos cuando éstas se hagan necesarias para describir la situación vasca. Pero volvamos al «Teleberri», a la presentación solemne de aquel sello bodeguero para hallar en su antítesis los valores de un moderno autonomismo que no pueden ser otros que la experiencia desdramatizada de la realidad estatutaria, la normalización de esa realidad frente a la enfatización histriónica del hecho autonómico, el laicismo frente a la sacralización, la vivencia cotidiana frente a la mistificación, el realismo frente a las sublimación esencialista y reaccionaria. El problema con el que choca esta revisión del autonomismo es que la dramatización de lo autonómico a la que se opone viene favorecida por la verticalidad que marca las relaciones de cada autonomía con los gobiernos centrales y por la cual cada comunidad se halla en permanente demanda transferencial. No hay entre las autonomías vasos comunicantes y unas relaciones horizontales, un comercio de ideas e intereses que permitan vivir la experiencia autonómica de forma compartida. Cada autonomía sólo mira a la otra para compararse en el aspecto competencial. Así, aunque hoy se presente como «pronacionalista», la vía de un «federalismo constitucional» desdramatizaría el hecho autonómico al limar su singularidad en cada comunidad. Se acabaría el dramatismo que ponen los propios medios de comunicación a cada viaje de un lehendakari o un «honorable» a la Moncloa, ese eterno «revival» de la visita de Añoveros a Tarancón en la Transición.