Después del 9-N

EL CORREO 16/11/14
JAVIER ZARZALEJOS

· Mientras los no nacionalistas insisten en su condición de mayoría, a los nacionalistas lo que les interesa es que esa mayoría de catalanes se mantenga en silencio

Resulta algo contradictorio negar toda validez a la consulta del 9-N pero desmenuzar sus resultados para utilizarlos al menos como evidencia estadística. Tengo serias reservas a la hora de atribuir un sentido unívoco a la abstención, seguramente porque es lo que por aquí han hecho los nacionalistas para insistir en aquella matraca de que la Constitución no fue aprobada en el País Vasco. Habría que tener cierta cautela en la ridiculización de lo ocurrido en Cataluña cuando de ese episodio podrían derivarse responsabilidades criminales. Si damos por buena la cifra del 30% de los catalanes que se habrían declarado convencidos independentistas, sería prudente no quedarse sólo en la simple constatación de que son minoría sobre el total de la población con derecho a voto. Hay que tener cuidado con una argumentación que puede resultar fácilmente reversible y que lejos de zanjar la polémica sobre el 9-N abre la discusión a otros asuntos de no menor importancia.

El juego de cifras y combinaciones de datos salidos de la consulta se ha convertido en un aval para considerarla como un acontecimiento político singular que marca el terreno del análisis y la acción a partidarios y detractores. Que menos de un tercio de los votantes según las peculiares normas de la consulta sean independentistas llevaría a preguntarse qué clase de minoría es esta de dos millones de ciudadanos que arrastra a los otros cinco millones a una situación como ésta.

Lo cierto es que no hay que acudir a los datos de una consulta legalmente espuria y antidemocrática para sostener, antes y después del 9-N, que existe en Cataluña una mayoría asentada que desde la diversidad de sentimientos identitarios rechaza la secesión y la ruptura con el resto de España, también en este periodo frenético del nacionalismo

De esta afirmación se derivan las dos cuestiones que enmarcan no solo este episodio sino todo el proceso que se está viviendo en Cataluña.

La primera tiene que ver con el sentido de lo ocurrido el pasado domingo. La interpretación en principio evidente a la vista de las preguntas propuestas es que se ha tratado de una consulta sobre la independencia. Sin embargo esa interpretación podría quedarse sólo en lo más superficial y aparente. Lo que el nacionalismo ha planteado en este episodio de democracia tramposa no es un problema de independencia sino de legalidad. El sentido de la consulta no era tanto buscar una especie de veredicto popular a favor de la independencia de Cataluña –que el nacionalismo sabe que no está en condiciones de obtener– cuanto escenificar la expulsión simbólica y fáctica del territorio catalán de la legalidad constitucional de España, de esta y de cualquier otra Constitución que estuviera vigente. No se trataba –todavía– de alcanzar la independencia sino de hacer verosímil la insurrección. Los nacionalistas no han buscado la secesión sino la anomia. Lo que se ha puesto en entredicho en Cataluña no es la unidad de España sino el Estado de Derecho, que solo es posible dentro de la Constitución. Es ahí donde encaja el desplante de Mas a la Fiscalía y el éxito del que los nacionalistas alardean. Y es ahí también donde se reclama la comparecencia del Estado y de los actores políticos centrales en el sistema democrático.

La segunda derivada de la ‘performance’ nacionalista tiene que ver precisamente con esa mayoría tantas veces aludida que decidió no participar. Se trata, para seguir con el tópico, de cinco millones de mayoría silenciosa. Lo que ocurre es que mientras los no nacionalistas insisten en su condición de mayoría con un énfasis demasiado autocomplaciente, a los nacionalistas lo que les interesa es que se mantenga en silencio y, en ese sentido, han hecho del 9N un argumento especialmente persuasivo para inhibir su expresión política. Tómese Quebec o Escocia si gusta el precedente y repítase: las mayorías silenciosas pueden ser una realidad sociológica pero en política democrática no existen. La incomparecencia no puntúa. Por tanto, si una parte sustancial de esos cinco millones de catalanes no se activan cuando lleguen elecciones de verdad y se expresan en toda su diversidad, pero se expresan, esa mayoría silente solo servirá para agrandar la fuerza de la minoría que a pesar de serlo se impone por su movilización a una mayoría desarticulada. En Quebec, por poco, y en Escocia, por bastante más, al independentismo le ganó la movilización. En Cataluña no va a haber refrendos para la secesión, como bien ha asegurado Mariano Rajoy, pero el nacionalismo ha dejado clara su decisión de atribuir a unas probables elecciones autonómicas anticipadas el valor plebiscitario que necesitan para alimentar sus pretensiones de ruptura. Planteadas esas elecciones en el terreno de la movilización y no de los programas de gobierno, las opciones de respuesta no son muchas. Y entonces esa mayoría silenciosa dejará de ser el recurso tranquilizador que es ahora y su activación se convertirá –ya se ha convertido– en la gran prueba de liderazgo para todas las fuerzas políticas que rechazan romper la baraja y quieren mantener sus acuerdos y, sobre todo sus desacuerdos, dentro del marco común de convivencia en libertad.