Fuerismo y otras cosas

La descentralización sólo es sostenible en un sistema federal igual para todas las regiones de España; los particularismos que exigen situaciones privilegiadas acaban reclamando la secesión y alentándola por todos los medios, incluido el terrorismo. Y si no, también podremos volver a un régimen centralizado.

Fuerismo

Si alguna autonomía hubiera tenido que estar interesada en la estabilidad política y en mantener discretamente su privilegiado sistema de financiación esa hubiera tenido que ser Euskadi. Pero desde el momento en que sus dirigentes empezaron a atribuir con especial énfasis tal estatus a un derecho histórico propio que sólo se vería completado con la soberanía, desligado de un previo discurso de pacto foral, todas las competencias otorgadas desde el Estado, su sistema de financiación particular, su policía, el apoyo al euskera, etc., han mutado convirtiéndose en causa, razón y trampolín para acabar exigiendo la separación. Lo que en su día se adoptó como una solución ha acabado convirtiéndose en un serio problema, al que va asociado la pervivencia de la violencia política durante toda la democracia.

Si la adopción de autonomía para las regiones del Estado se tomó como procedimiento para facilitar la convivencia y el bienestar, habrá que reconocer que la falta de lealtad con el sistema ha ofrecido finalmente un resultado contraproducente en el caso vasco, no así en el navarro, donde la derecha conservadora parece asumir con coherencia y hasta vieja fidelidad su actual sistema de descentralización. Quizás esa lealtad venga sostenida porque el discurso foral le es muy propio al conservadurismo moderado, más que al nacionalismo, pues éste acabará contemplando desde su planteamiento utópico de proceso hacia la independencia la participación en el poder como una etapa hacia la misma. A más poder, más animado y cerca estará de su meta. Diferencias de comportamientos que se debieran tener en cuenta como base de diferentes hipótesis de trabajo.

Asumamos, pues, que el fuerismo para una determinada derecha o liberalismo provinciano se convierte en vínculo con el Estado, no así donde domina el nacionalismo. Advirtamos, por otro lado, que el fuerismo tiene en estas provincias un largo recorrido que ha creado un poso de aceptación social amplio y transversal por haberse adecuado en su devenir histórico a las diferentes corrientes ideológicas, desde la perspectiva del absolutismo, del liberalismo e, incluso, desde el nacionalismo moderado (1). Lo que no quiere decir que esa aceptación provenga de un conocimiento aproximado de lo que la enunciación ‘foralismo’ implicaba.

Cuando los fueros los gestionan los nacionalistas vascos la dinámica ha tenido un transcurso muy diferente a cuando lo ha gestionado la derecha conservadora o liberal. Empezó consecuente en la transición democrática, no sólo porque el PNV venía muy moderado imbuido en su credo demócrata cristiano y europeísta sino, también, porque nueva militancia procedente de fuera del nacionalismo, vasquista pero no nacionalista, autonomista desde una perspectiva foral, se adhirió al PNV en Euskadi tras el fracaso de algunas opciones, como pudo ser el caso de la Democracia Cristiana Vasca, u otros procedentes del carlismo, como lo era el senador Federico Zabala (2). Prueba de ello lo constituye no sólo hechos anecdóticos, como la intervención de Arzalluz en las Constituyentes rechazando una enmienda de Letamendia por la que solicitaba el derecho de autodeterminación para las provincias Vascongadas y Navarra, o la entonces enunciada estrategia del pacto con la Corona por parte del PNV.

Además de estas cuestiones hay que citar que el propio Estatuto aprobado entonces dibuja una organización territorial interna de base provincial, confederación interna, donde las diputaciones forales tienen singular importancia. La ley que plasmó la organización territorial de la región, la polémica Ley de Territorios Históricos, denominada LTH, otorgaba a las anteriores provincias un determinante protagonismo, pues hacía gravitar el Estatuto que se ponía en marcha sobre una confederación de éstas, que empezaban a disfrutar el no desdeñosos nombre de Territorios Históricos. Eran pues los territorios forales, de los que la disposición adicional primera de la Constitución daba cuenta –concesión realizada al PNV con el objetivo de que aprobara la Constitución ante la que finalmente se abstuvo-, los receptores, cada uno de esos territorios, del origen de la moderna autonomía. Hasta tal punto ello es así que la autonomía fiscal del País Vasco reside en las diputaciones provinciales, no en el Gobierno vasco (3).

Esta concepción confederal interna para el País Vasco en la que la provincia era la depositaria de los derechos históricos nos vendría a confirmar que el nacionalismo de entonces en nada había pensado ni prefigurado una situación de autodeterminación para los tres territorios comunes, pues tal división interna perjudica sin duda alguna un proceso nacionalista hacia la secesión. Se podrá decir que entonces, en los albores de la Constitución y del Estatuto, que el PNV alumbraba su discurso autonomista sobre una base foral y provincialista, contradictoria con su actual formulación del ejercicio del derecho de autodeterminación.

Sin embargo, siguiendo pautas del pasado, ha habido incluso en los mejores momentos de coexistencia del nacionalismo vasco moderado con el Estado cierta filosofía rural de no fiarse de Madrid. La eterna desconfianza del casero ante el de la capital, el kaletarra, albergando en los sectores más arcaicos del nacionalismo vasco a la vez que el santa santorum de la independencia el criterio de que ETA no debiera abandonar las armas planteándolo como una garantía para que el Gobierno central no se echara atrás. Así que, aunque la política del PNV era la búsqueda del acuerdo muchos afiliados sólo veían tal asunción de manera pasajera. No les parecía bien que ETA matara, pero por si acaso… Por demás, algo nada nuevo, pues seguía la estela de la utilización de la violencia, en la dinámica entre el País Vasco y los poderes centrales, habilitada por respetables prohombres foralistas, incluso liberales, nada menos que desde 1840. A los pocos días de promulgarse la Ley de confirmación y reforma de los fueros de las provincias vascongadas y Navarra el diputado liberal por Tolosa Valentín de Olano, hombre de un único discurso, descargó en el mismo la defensa de los fueros relacionándola con la insurrección de más de 40.000 voluntarios carlistas vascos y navarros que habían protagonizado la última guerra. Si entre los liberales moderados hubo alguna apología a este amenazante discurso, entre los progresistas levantó singular revuelo. Por lo que se puede ver, la lógica de la amenaza violenta goza de histórica y larga trayectoria en el País Vasco.

Aunque del tema foral se ha escrito mucho, tanto desde la vertiente tradicionalista como liberal, salvo fenómenos muy minoritarios, como la exigua existencia de liberales radicales en San Sebastián en la primer mitad del siglo XIX (cuyo grupo intentó quemar un compendio del fuero de Guipúzcoa porque los carlistas habían quemado la Constitución en Guetaria, lo que impidió el duque de Mandas), en general todas las opciones políticas vascas acabaron asumiendo la particular organización foral, y, especialmente, el privilegiado régimen financiero que mediante el Concierto Económico con el Estado han poseído posteriormente estas provincias. La foralidad, pues, ha servido para justificar el absolutismo, las opciones autoritarias, el liberalismo, hasta la dictadura de Franco en el caso de Álava y Navarra, y todos han coincidido en celebrar esta financiación privilegiada.

Tras el Abrazo de Vergara en cuyo convenio en su artículo primero se respetan los fueros sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía española, tras la participación en el mismo de las diputaciones liberales, pues las carlistas estuvieron reticentes o tomaron el camino del exilio, como fue evidente en Navarra, se permitió la supervivencia del anterior sistema que sólo se abolió en 1876 tras la derrota de la tercera Guerra.

Lo cierto es que a pesar de algunos encontronazos el foralismo, que surgió en su orígenes al lado del absolutismo, se fue reubicando junto a cualquiera de las grandes corrientes ideológicas del pensamiento español, liberalismo, incluso republicanismo y socialismo –como fuera el caso de Indalecio Prieto-, por lo que ha tenido una evidente utilidad. El foralismo se ha reconocido así mismo como una ideología necesitada del referente español, parasitaria del sistema español, y, por lo tanto, esencialmente ‘pactista’ ante el poder central. En ningún caso promueve la ruptura con éste, pues al hacerlo o se transformaba en carlista o, posteriormente, en nacionalista radical. Hay, pues, que reconocerle su evidente utilidad política en una sociedad frecuentemente dada al exceso ideológico y político hasta alcanzar la violencia. De ahí que cuando la política ha tenido un especial protagonismo el foralismo haya tenido su particular utilización.

No sólo en el pasado decimonónico sino también en la transición democrática tras la dictadura de Franco tuvo la enorme virtualidad de resolver conflictos. Vía foral, en las postrimerías del siglo XIX, Canovas, en vez de una dedicación presupuestaria extraordinaria para reconstruir las provincias vascongadas y Navarra tras la tercera guerra carlista, asumió el reconocimiento de los conciertos económicos, que aunque supusieran una privilegiada financiación tenían el fin de sacarlas de la ruina a la que la guerra las había llevado, de esta manera creyó resolver dos problemas. En esta época se convirtió el Concierto Económico en mítico instrumento porque con él, otorgándosele virtualidad mágica, y no especialmente a las nuevas condiciones económicas que el liberalismo español ofrecía al desarrollo económico, se produjo una vertiginosa revolución industrial en el País Vasco, especialmente en Vizcaya –lo que demuestra que tal desarrollo se debía más a la legislación liberal que al Concierto, pues el desarrollo no fue tal ni en Álava ni en Navarra-, acompañada de una importante creación de núcleos financieros. Así el Concierto quedó santificado ante el pueblo, aunque sus auténticos detentadores fuera una llamativa minoría.

Esta ola de enriquecimiento no puede hacernos olvidar que se erigió sobre una despótica explotación de las masas de trabajadores inmigrantes de otras regiones de España donde empresarios vascos y extranjeros, británicos, belgas y franceses, casi parecían competir en quienes ponían condiciones más escandalosas de explotación a los trabajadores. Ello originó en Vizcaya la primera huelga revolucionaria en 1890, año en el que coincide la creación de la Bolsa de Bilbao y la fundación del PNV. Fueron tan duras esas condiciones que se dio el caso que alguno de los generales encargados de reprimir los alborotos, y que se les encargara arbitrar las medidas de trabajo, estuvieran más cerca de las reformas reivindicadas por los trabajadores que de la cerrazón de la patronal.

Lo cierto es que el respeto por la foralidad, versus conciertos, le fue muy útil al Estado de la Restauración para tener a la clase dominante en el País Vasco, incluida su pequeña burguesía y propietarios rurales, dentro del sistema y de acuerdo con él, a pesar de la amenaza de ruptura que iba advirtiéndose con el nacionalismo vasco, amenaza que incluso tuvo que ser limitada en alguna ocasión en una entente electoral monárquico-socialista cuando este último partido empezara a superar su corsé sindicalista y emergiera el primer político de altos vuelos que tuvo, que fue Indalecio Prieto.

No es sorprendente que éste descubriera también en el foralismo un espacio adecuado y propicio para superar las tensiones con el nacionalismo vasco y algunos carlistas que oportunistamente se iban acercando a los nacionalistas con el fin de hacer el juego político inviable. De ahí que adoptara un discurso actualizado foralista para inspirar el primer anteproyecto de estatuto de autonomía. Indalecio, que era “socialista a fuer de liberal”, es decir, había descubierto en el liberalismo la política, incluida la socialista, ante el obrerismo en boga de honda concepción mística, como la de su vecino en Bilbao Tomás Meabe, por ejemplo, se introdujo en terrenos absolutamente exóticos para sus compañeros. En la búsqueda de la solución política de la nueva versión del problema vasco protagonizado por el nacionalismo, encontró en la vía del pacto foral la inspiración de su proyecto de estatuto autonomía. No es pues de extrañar que posteriormente otros socialistas como Onaindia o Egiguren, ante la renuncia del Estatuto de Gernika que hace más de una década hiciera el PNV, buscaran en el mismo espacio foral el procedimiento para remendar una relación política que se iba a pique, guiados por soluciones del pasado y porque supone una solución política sobre la radicalidad o la violencia en Euskadi.

Pero la búsqueda de una solución desde el foralismo se puede hacer desde dos puntos de partidas, desde el nacionalismo vasco, como etapa en el camino hacia la secesión, que es lo que ha pasado en estos últimos años, o desde un planteamiento republicano y liberal que pone determinados límites, haciendo del pacto foral su único fin, que en el caso vasco es el Estatuto de Autonomía. Limite asumido por Prieto frente a la orfandad de cultura política de la mayoría de sus compañeros, demostrado en el año 1943 cuando sus correligionarios guipuzcoanos, en plena euforia ante el avance aliado, le ofrecieron en su exilio en Méjico que el PSOE se adhiriera a la tesis del derecho de autodeterminación para Euskadi promovido entonces por el PNV. La propuesta recibió por su parte la contestación de que si tal hacía su partido el presentaría la dimisión, lo que no dejó de sorprender a sus compañeros, pues Prieto había sido un adelantado en el tratamiento de la cuestión vasca. Probablemente sus correligionarios habían asumido el proceso nacionalista que sin límite desemboca en la secesión frente a un político con una concepción republicana de la necesidad de España.

En el caso de Onaindia, su constante querencia por el foralismo como solución política, puesto que su obsesión desde que dejara ETA era la búsqueda de una solución desde un punto de partida vasco, no le impidió darse cuenta con el tiempo que lo que fallaba en estos momentos estaba en la necesidad, al menos desde la izquierda, de erigir un referente discurso patriótico de la nación española, la necesidad del republicanismo, y la sacralidad de la Constitución. Quizás por razones partidistas no quiso darle énfasis publicitario a que el problema a priorizar para la izquierda era la referencia nacional española, y que a estas alturas del recorrido de treinta años de autonomía desbocado la problemática no estuviera tanto en el lado vasco. Sin embargo, mediante la profusión de sus últimos trabajos, el más importante ‘La Construcción de la Nación Española’ (4), y una radical adhesión pública a la Constitución que no dejó de sorprender en su partido, fue mostrando que habría que solucionar las fallas españolas, la importancia de la nación, de la Constitución y la cultura política en general, cosa que hizo con especial ahínco en los últimos años de su vida. Pues antes de enredarnos de nuevo en un pacto con los nacionalistas, en un espacio actualmente imposible porque están empeñados en la constitución de un estado propio, excluyente con España, teníamos que reflotar desde la izquierda lo que realmente estaba haciendo aguas.

Declarada la dificultad de solución pactada en estos momentos habrá que esperar, a lo que nos hemos acostumbrado en los últimos tiempos, hasta que un fracaso rotundo promueva una reacción regeneradora de la política. Reacciones parciales ya hemos observado, como en la nueva política antiterrorista común tras el disparate de la negociación con ETA, pero habrá que esperar algo más profundo para que el callejón sin salida en el que hemos introducido la organización territorial de España pueda ser observado por los que se dedican a gestionar la cosa pública. En Euskadi la catarsis tras un fracaso podría llegar para el nacionalismo moderado si el partido de Ibarretxe, cosa que parece hoy muy posible, perdiera el poder. En el resto de España, la respuesta del último baluarte de la política en el que hemos convertido al Tribunal Constitucional, su sentencia sobre la ley de consulta del Parlamento vasco, puede ir marcando esa regeneración, pues avisa que determinadas frivolidades procedentes de la izquierda, como la soberanía compartida, el estado plurinacional, o Cataluña como nación, no van a tener posible cabida. Regenerado el espacio de la política, el foralismo volverá a tener virtualidad, pero actualizado nuevamente, pues el tiempo no pasa en vano y los errores debieran corregirse, porque el foralismo no debiera encubrir ni el privilegio ni la sobrefinanciación sobre otros territorios de España. Si así fuera volveríamos a caer en los actuales problemas.

Onaindia supuso la preocupación desde Euskadi de la necesidad de elementos fundamentales para la convivencia, la exigencia de determinados instrumentos y conocimientos, como el republicanismo y el patriotismo cívico, cuyo frívolo desprecio nos ha llevado al empantanamiento político. Afortunadamente los que nos dirigen cuando truena se acuerdan de Santa Bárbara, por lo que es de suponer que acabe habiendo reacción, pero se les podría exigir algo más, y, sobre todo, menor juego con lo sagrado.


Y otras cosas

Todo empezó muy bien, como hemos visto, tras la muerte de Franco. El PNV en la transición era foralista, a ETA le costaba un enorme esfuerzo zafarse del reto político que le suponía la democracia materializada en la Constitución y el Estatuto, aunque supo sobreponerse lanzando una brutal escalada de asesinatos cuyo objetivo era deslegitimar el nuevo sistema democrático, objetivo que no consiguió, pero que le permitió aguantar e, incluso, sobrevivir pero sin seguir siendo una amenaza determinante para el futuro democrático. En esos inicios de la construcción de la democracia hay que reconocer el ejemplo de responsabilidad, de la que estaba muy necesitado el Gobierno central ante todo tipo de acosos, y a favor del autonomismo, autonomismo foral, que diera el PNV.

Prueba de este autonomismo foralista lo constituyen las actas de las sesiones del debate de la LTH donde el reproche más oído, el de José María Makua, presidente de la diputación foral de Vizcaya y parlamentario vasco en la primera legislatura, frente al discurso de Euskadiko Ezkerra, era el de centralista en su organización interna y de haber confundido el Estatuto de Gernika con el de Sau. Innumerables fueron los choques del portavoz de Euskadiko Ezkerra, Javier Olaberri, con Emilio Guevara, portavoz del PNV en el Parlamento vasco y presidente de la diputación de Alava, que acusaba a los jelkides de neoforalistas ante la acusación de jacobinismo que estos hacían a Euskadiko Ezkerrra. Como se puede apreciar, entonces el PNV, muy responsable y colaborador con el poder central, pues en estos temas iba de la mano de UCD, ni esperaba ni deseaba un devenir hacia la secesión. El PSOE-PSE en tema tan político hizo el Tancredo de una manera bastante manifiesta aunque hay que reconocer que se acercaba más a lo que EE proponía. Era evidente su situación de desagrado ante un debate para el que no estaba preparado, saliéndose, sin duda, de madre en alguna ocasión, quizás consciente de su poco protagonismo en estas materias, como la elección del himno para Euskadi, ante lo que dudó si no sería el mejor ‘Desde Santurce a Bilbao’ (5).

Pero es que, como hemos contemplado parcialmente en el anterior capítulo, la estructura de poder que se iba configurando a los pies de los nacionalistas, competencia tras competencia, como si de un derecho propio y superior al de la nación se tratara, iba transformando los planteamientos ideológicos. A sus ojos una naciente, más joven y enérgica, nación euskaldun iba exigiendo una radicalización hacia la secesión, lo que iba enmarañando el ingenuo proceso descentralizador y dándole la vuelta. Tanto poder concedido llevó a sus detentadores a descubrir que su nación ni era una fábula sabiniana ni una enajenación de los de ETA, que no habían cejado en su lucha por la independencia, asumiendo ser consecuentes nacionalistas, radicalmente nacionalistas. Todo ello, precisamente, como resultado de un proceso bajo la ingenua esperanza por parte de los poderes centrales de que beneficiando al PNV con mayor trozo de la tarta de ese poder ello le arrastraría irremisiblemente a enfrentarse a ETA, lo que haría desaparecer el terrorismo, y que tal poder iba a reforzar una relación de lealtad que antes de tenerlo había sido evidente y sincera.

El resultado final ha sido el contrario. La ofrenda de poder, a la vez que crecía exponencialmente una clase burocrático-política nacionalista, acabó haciendo creíble la existencia de un derecho absoluto e indiscutible a la soberanía, ajeno a cualquier vínculo con la nación española. Esa creencia que se extendía como una mancha de aceite, animaba la pervivencia de ETA y su discurso totalitario hacia la secesión, evitando que se diera un enfrentamiento duradero entre el PNV y ETA. Por el contrario, ambos complementaron sus prácticas y acercaron discursos, convirtiendo al PNV en parte del problema cuando se esperó que fuera la solución, y, lo que es más serio y profundo, la autonomía particular y específica para Euskadi en parte también del problema que empezó, además, a inspirar comportamientos en otras regiones.

Contradictoriamente aquel PNV poco nacionalista, autonomista en su discurso foral, moderado, coincidente en muchas cuestiones autonómicas con la UCD, a causa de los incentivos a su radicalización que el otorgamiento de tanta financiación y competencia le iba generando, acabaría, no sin influencia ideológica de ETA, siendo el más desleal de los partidos. Euskadiko Ezkerra, mucho más nacionalista en aquellos momentos, aunque con un peso evidente del parlamentarismo y liberalismo en sus elaboraciones, con una concepción unitaria de Euskadi para promocionar desde ella si fuera posible la independencia, pero que no rozó el poder, y fue viendo en lo que se iba convirtiendo la autonomía, en un marco intolerante e irrespirable para la libertad, acosada ella misma por su heterodoxia, acabó muy pronto siendo leal con el sistema y terminó formando parte del PSOE. Los ajenos a las competencias y al poder no padecieron la radicalización, por el contrario se integraron lealmente en el juego político, y fueron además los únicos que reconocieron el esfuerzo, aunque ya queda dicho, a la postre ingenuo, de las enormes e importantes concesiones por parte del Estado.

Si el nacionalismo vasco no acabó reclutando a la práctica totalidad de la población fue porque el discurso era increíble, pero además porque fue muy prepotente y radical desde que iniciara el proceso de ruptura. Ruptura, por demás, siempre preocupante para amplios sectores sociales ante lo arriesgado de la aventura, pero, sobre todo, por demostrar ostentosamente que pocos iban a ser los elegidos, en sintonía con el discurso de su fundador, porque se conformó con privilegiar a los declarados afectos. Esto provocaría un paulatino rechazo social, el mismo al que fue sensible Euskadiko Ezkerrra, pues era irrespirable el ambiente creado para los tibios, críticos, o simplemente ajenos, ante una cada vez mayor masa coral de chovinismo que empezaba a parecer disparatada en sus discursos y exageraciones a pesar de la perturbación social y la consiguiente credibilidad para esos disparates que los asesinatos de ETA provocaban. El terror y el clientelismo que muy pronto dominó las conciencias en pequeños y medianos núcleos urbanos empezó a verse limitado en los grandes, procediendo desde la década de los noventa a apreciarse un suave y constante descenso electoral de las opciones nacionalistas, hoy, todas ellas, coincidentes defensoras de la ruptura con España. Aunque, también habría que constatar en sectores de la izquierda, no sólo en IU, una asunción de elementos ideológicos e imitación de ciertos comportamientos nacionalistas aunque estadísticamente no se les pueda encasillar en el nacionalismo.

Los recursos aportados por la Administración central fueron el origen de la radicalización. Este hecho nos debiera hacer recapacitar y perder un poco el tiempo no tanto en juzgar a los individuos y atribuirles especiales maldades, convirtiendo a Arzalluz, por ejemplo, en una especie de chivo expiatorio de nuestros errores (los de todos), sino en investigar las condiciones y factores, que más o menos todos hemos alentado, como causas para que al final el leal aparezca como desleal, y viceversa, cual personajes de una trama trágica. Para también analizar en qué hemos sido todos responsables para que el terrorismo perviva en tan lisonjeado y bello país, al que todo el mundo se encarga de prodigar, especialmente las personas de izquierdas, inmerecidos piropos, queriendo compensar con ellos el sin sentido que les merece la permanencia de la violencia. Somos como los demás, y, para colmo, con muy poca capacidad de autocrítica.

Frente a la poca consideración que ha merecido para las formaciones políticas importantes la nación española el nacionalismo periférico ha desarrollado un atrayente discurso en apariencia democrático y liberador unido al de la liberación nacional, es decir, a la constitución de su propio estado. Especialmente la izquierda tiene una gran responsabilidad, pues ha permitido que se sustituya el nombre de nación por el de Estado, manifestando si no temor si escrúpulos por concebir que ésta siempre tenga una naturaleza coercitiva o folclórica, la peor de su perspectiva conservadora, identificando nación con ejército, represión, fiscalidad, obligaciones del individuo, es decir, opresión. Nuestra izquierda, aunque no le guste, tiene de la nación la misma concepción que la derecha (6), porque no tiene una visión propia de ella, y cuando considera que ésta no es aplicable en el proceso de descentralización cae en los brazos del nacionalismo periférico.

Ni nuestra izquierda, ni la mayoría de nuestra derecha han sabido superar concepciones conservadoras, preñadas de arcaicos sentimentalismos patrios, y concebir la nación en el seno de la doctrina republicana (7) y revolucionaria liberal, concebirla como la institución de adhesión ciudadana en un proyecto común, detentadora de la soberanía y legitimadora del Estado. Es decir, lo que es la nación en una sociedad moderna y democrática. Pero es que la nación en su origen no sólo surgió significando libertad, iba por demás preñada de igualdad, cualidad que es evidente no se anhela hoy demasiado cuando está de moda todo tipo de discriminaciones, aunque se les llame positivas, y que frente a la abatida diosa Razón se haya erigido la diosa Diferencia (8).

Entre los escrúpulos de nuestra izquierda hacia la nación, desertando de su origen revolucionario, pues el pesado lastre del obrerismo y el sindicalismo no le ha permitido ser sensible a ello, y la visión muy conservadora y folclórica de nuestra derecha, el vacío fue perfectamente aprovechado por el nacionalismo emergente. Y tras el empacho de poder que graciosamente el Gobierno central proveía, ello no debía más que radicalizar en sus planteamientos tal huída hacia la separación pues incentivaba una pequeña y nueva nación ante una ciudadanía huérfana.

Casi otro tanto ha ocurrido donde la izquierda ha accedido al gobierno en diferentes autonomías en el que el discurso dominante es el nacionalista, pues el mismo es adoptado y sustituye el necesario discurso nacional que debiera tener la izquierda, aquel que va unido al de la libertad, al de la igualdad y la solidaridad. No tanto donde el gobierno de la autonomía lo detenta la derecha conservadora, que fiel a sus planteamientos nacionales aunque exagere determinadas notas de identidad de su región –a Revilla no se le ocurre otra que declarar que el castellano se inventó en su región, lo cual es mejor que continuar la apología del idioma cántabro- el empacho de competencias le sigue suponiendo lealtad con el centro, por ello cuando la izquierda le sustituye en el poder regional hace un discurso en lo nacional muy similar.

El llamado síndrome del sindicalista fue un descubrimiento del propio Onaindia que observó que cuando algún líder del socialismo vasco negociaba con el PNV llevaba la misma actitud que el trabajador ante el amo de la fábrica. Es decir, adopta una cierta resignación, por decirlo de manera suave, ante el dominio nacionalista, probablemente porque carece de un discurso político, pues el que tiene es sindical, que oponer al nacionalista. Sin embargo, creo, tras recientes acontecimientos como el de la negociación con ETA, que se han incluido en el pensamiento socialista vasco por acercamiento o incluso empatía muchas concepciones políticas e ideológicas del nacionalismo vasco, aunque ahora se rechace la negociación, pues el pasado y largo contacto con ETA y su mundo ha dejado huella. El ejercicio del poder en Cataluña o Galicia ha incluido novedades nacionalistas en el discurso entre los socialistas periféricos en general, en el que han aparecido encendidos y desaforados apoyos a las lenguas y culturas vernáculas frente al castellano, el invento absurdo de las soberanías compartidas, el descubrimiento del estado plurinacional frente al unitario descentralizado. Creo, tras estos acontecimientos, que posteriormente el síndrome del sindicalista se ha podido sustituir por el de Edipo.

Mediante este nuevo síndrome se asume, cuando se le quiere sustituir en el poder al nacionalismo dominante, casi todo el discurso de éste. El nuevo discurso se ha justificado y alentado con la excusa de que era lo contrario a lo que pensaría el PP, que en muchas ocasiones traslada en esta materia uno conservador, si no tradicionalista, sobre España. Pero esto no es una excusa válida ni suficiente para considerar, siguiendo la estela de Prieto, que lo que debiera hacer el socialismo es tener su propio discurso político donde cupiera una concepción clásica republicana de la nación española, y no caer, a causa de su falta de tradición política, en brazos del discurso nacionalista, lo que se justifica en un principio por pragmatismo, para acabar haciendo de los ugetistas unos defensores más radicales de las señas de identidad nacionalistas que los propios y montaraces aldeanos, esos que apenas se han enterado que Franco ha muerto y su nacionalismo lo han rápidamente mutado de Dios, Patria, y Rey por Jaungoikoa eta Lege Zaharrak. El emotivo discurso de Manuela de Madre, emigrante desde su infancia a Cataluña desde su Huelva natal, en la toma en consideración en el Congreso de los Diputados del proyecto de nuevo Estatuto catalán, no sólo puede levantar algún sentimiento de resquemor en cualquier andaluz, sino debiera levantar, sobre todo, la preocupación de los políticos españoles de cómo tal tipo de discursos va a influir en la conciencia de los sectores sociales de origen trabajador en Cataluña. Es decir, la preocupante adopción del nacionalismo por parte de los trabajadores.

Sin nación común no se puede ejercitar ninguna descentralización política. Por el contrario, muy huérfanos los poderes centrales de la legitimidad que ella provee , que cuando enunciaban la nación parecían enunciarla solo en el terreno del tradicionalismo de la derecha, ejército, policía impuestos, obligaciones del pueblo, sin discurso nacional de la izquierda, se han ofrecido todos los resortes de ésta a las comunidades periféricas que han encontrado, ahítas de atribuciones, funcionarios e influencias económicas, sindicatos y colectivos al socaire de ese poder, la necesidad de sus propias naciones ante la carencia de la única que les pudiera ofrecer convivencia en libertad. Mientras la izquierda seguía pensando que nación era lo de Franco, cuando nunca España ha sido menos nación que con éste, pues era una dictadura con un discurso preliberal y enemigo de la ilustración, y la derecha en algunas ocasiones se ponía nostálgica de aquello, los nacionalismo periféricos avanzaban sin discurso que oponerle, incluso con el aplauso de correctos progresistas de villa y corte.

Por consiguiente, no es que los Arzalluz, Ibarretxes, Carod Rovira, Maragall sean unos perversos personajes salidos de la nada; surgen de la irresponsabilidad y carencias de los demás, y muy especialmente de los que creyeron que con el privilegio y la sobrefinanciación de algunos territorios se puede garantizar la igualdad y la libertad. Porque, siguiendo a Marx al menos en esto, cuando comentaba el alzamiento de los legitimistas de la Vendée frente a la Revolución, concluyamos de una vez: “el privilegio llama al privilegio… y las viejas libertades temen a la libertad”.


Conclusión: federalismo

Admiro la habilidad de los franceses de romper con el pasado y dejar claro los saltos hacia delante, aunque tal visión sea más mítica que exacta. Pero nuestros vecinos hacen determinadas conquistas incuestionables, desde las que no se puede mirar atrás, integrándolas posteriormente en un único discurso histórico. Por el contrario, nosotros, tanto la derecha como la izquierda, cuando vamos a dar un paso adelante largamos demasiados garfios hacia el pasado, por vértigo al futuro, para quedar finalmente volviendo atrás y embarrancando en ese pasado que a cada vuelta es peor. Existe un evidente miedo a la libertad, miramos hacía atrás continuamente. El ataque a la nación es para un francés un incuestionable impulso reaccionario, el “abajo la nación” era el grito del terror blanco. Aquí este grito se ha presentado y se presenta como progresista y contradictoriamente la que parece defenderla es una derecha que en los ideológico, como demostrara su adhesión a Franco, debe más al tradicionalismo que al liberalismo, aunque haya que reconocérsele esfuerzos para salir de él. No sólo por el peso del tradicionalismo en nuestras conciencias, también por el anarquismo, ambos, derecha e izquierda, por una evidente falta de cultura política en el tema de la organización territorial no hemos salido definitivamente del Antiguo Régimen.

La bilateralidad, la discriminación positiva, las viejas libertades, las legitimidades historicistas, las concepciones idealistas legitimadoras sobre los godos, reino de Galicia y de León, el Cid, comuneros, la Guerra de Sucesión y la pérdida foral en Cataluña, el mito de las “felices provincias del norte”, pasando por la epopeya de Antonio Pérez, en su romántico exceso, más el peso del deprimente recuerdo de Cuba y el treinta y seis, han perjudicado el necesario racionalismo y la sensibilidad igualitarista que debe presidir la política. Asumamos de una vez que el alto grado de conflictividad política, con brindis al tremendismo como los de Ibarretxe, y la pervivencia del terrorismo, han sido consecuencia de la mejor de las voluntades de satisfacer con viejos derechos y recursos privilegiados a las provincias del norte. Lo que no sólo ha solucionado los problemas sino que los ha ampliado generando, además, un cáncer en la estructura territorial en toda España, y en la propia esencia del Estado, con el inconveniente de que a pesar de todo el clima post-heroico occidental, la desaparición de todos los terrorismos europeos, el vasco sobrevive.

La derecha con su amor por la foralidad en el seno del tradicionalismo, la izquierda por su incultura política y su supeditación al nacionalismo periférico, y el nacionalismo tradicional porque ante todo es nacionalista, han acabado por propiciar que no exista a corto plazo ninguna solución, salvo la que pase por un sistema federal racional e igualitario basado en una lealtad a la nación. Pero es evidente que un régimen autonómico, un sistema descentralizado, no sólo debe reservar suficientes recursos al poder central sino también los imprescindibles instrumentos culturales para que tan articulado y voluntario sistema perviva. Uno de esos instrumentos centrales lo constituye sin duda la educación, pues sin una educación común –que sería la imprescindible base de educar para la ciudadanía-, que no quiere decir ello atentar contra las lenguas minoritarias, el acuerdo político a medio plazo se desmorona hacia los reinos de Taifas.

Para acabar este capítulo, volvemos a la conclusión del anterior. Tras este paseo por el foralismo. La descentralización es sólo sostenible en un sistema federal común e igual para todas las nacionalidades y regiones de España, pues los particularismos que exigen situaciones privilegiadas acaban reclamando la secesión y alentando ésta por todos los medios, incluido el terrorismo. Teniendo en cuenta las dificultades ante estas secesiones ya planteadas, si el federalismo no se convierte en el sistema, podremos también volver a un régimen centralizado para España; lo es nuestra vecina República Francesa, y quizás pudiera ser lo adecuado en un futuro inmediato dentro de la nueva dimensión política europea, si es que ésta cuaja. Es una tentación ante el fracaso.

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(1) Habrá que admitir también que la derecha, aunque teñida de un profundo conservadurismo e incluso tradicionalismo en su concepción de nación, es leal con ésta a pesar de la carrera centrífuga, que también le influye, que se ha alentado en estos últimos años en todas las regiones. No ocurre tal con los nacionalismos periféricos, que han acabado en un radicalismo consecuente con la dinámica periférica contemplando como única nación la que quieren erigir en sus territorios, Euskadi, Cataluña, Galicia etc., y casi otro tanto se puede decir de la izquierda española poco sensible a la necesidad de la nación y el Estado, a la que siguen contemplando como un estorbo (nación, cuyo nombre sustituye, minusvalorándola como los nacionalistas periféricos, por Estado) y al segundo como una institución a asaltar a falta de Palacio de Invierno.

(2) Políticos de singular importancia procedentes de la fracasada Democracia Cristiana Vasca lo fueron Fernando Buesa en el PSOE, y en el PNV Emilio Guevara y José Angel Cuerda entre otros.

(3) Sin embargo esta concepción historicista de la política, el hecho más concreto que la Constitución “ampare y respete los derechos históricos de los territorios forales”, ha dado pié a la excesiva interpretación por parte de Herrero de Miñón, romántica en su inspiración, de que al ser estos derechos anteriores a la Constitución (ajena a la interpretación de que es ésta, la Constitución, la que los actualiza), como un elemento fundamental para la exigencia del derecho de autodeterminación. Interpretación exagerada cuanto menos, pues en su día no hubo planteamiento de esta naturaleza, y porque la foralidad siempre ha dependido de la voluntad soberana bien del rey o, posteriormente, de la nación.

(4) Onaindia Natxiondo, Mario. ‘La Construcción de la Nación Española. Republicanismo y Nacionalismo en la Ilustración’, Ediciones B, Barcelona 2002.

(5) Entre las propuestas del PNV de presentar como himno de Euskadi el propio himno del partido, el conocido como el ‘Gora ta gora…’, y la de EE que presentó el ‘Gernikako Arbola’ de Iparraguirre, pues éste si podía ser asumidos por todas las corrientes ideológicas, el portavoz del PSE, Ricardo Garcia Damborenea, persona de fuerte carácter, un poco molesto por encontrarse fuera de juego, propuso oralmente que le daba igual, como si fuera ‘Desde Santurce a Bilbao’.

(6) Prueba de ello es que cuando teme haberse alejado demasiado de ser el Gobierno de España el folclorismo más rancio de españoleo, más propio de la derecha, lo usó de manera exagerada. Puso a todos los ministerios los logotipos de Gobierno de España y mandó a los reyes a Ceuta y Melilla a demostrar su españolidad.

(7) Cuando me refiero al republicanismo en estos escritos no es a la instauración de la III República, sino a la doctrina política que surgida en el siglo XVII, y muy especialmente con la Ilustración en el XVIII, ha inspirado la política, y a los políticos, de los países avanzados.

(8) Pero apreciemos que más que como diosa es tratada, cuando conviene, como una meretriz. La diferencia se eleva a los altares cuando genera derechos al nacionalismo frente al poder central, o cuando se quieren desarrollar políticas de solidaridad exóticas, inmigrantes, tercer mundo, etc, frente a los adversarios políticos de al lado. El nacionalismo exige diferencia frente a Madrid pero la exigencia es de uniformidad dentro del marco territorial que reivindica como nación.

Eduardo Uriarte Romero, 29/9/2008